De no mediar un cambio sorpresivo, la próxima Constitución traerá una combinación venenosa para la vigencia del Estado de Derecho y la salud de la democracia. Se trata de la judicialización de la política y de la politización de la justicia.
La judicialización de la política, y más precisamente la creciente participación de los jueces en asuntos de política pública, vendrá de la mano de la garantía judicial de los derechos económicos sociales, de modo análogo a como lo son los civiles y políticos.
Ciertamente, unos y otros son derechos humanos fundamentales. Su vigencia es de igual relevancia y son interdependientes; esto es, no hay goce de los unos si no lo hay de los otros. Sin embargo, de allí no se sigue que, para la adecuada vigencia de los derechos económicos sociales, estos deban ser incorporados a la Constitución y garantizados judicialmente, del mismo modo que las libertades e igualdades. Prácticamente ningún país europeo, donde rigen con mayor eficacia los derechos económicos, ha caído en ese error. En ellos, si se incorporan esos derechos al texto constitucional, se hace como mandatos de política pública que corresponde realizar únicamente a los poderes elegidos popularmente y no como derechos que puedan reclamarse en estrados judiciales. La experiencia europea prueba precisamente que la vigencia y eficacia de los derechos económicos sociales depende de buenas políticas públicas y estas, de una democracia vigorosa y no de la intervención judicial en esas materias.
El problema fundamental de la intervención judicial en las políticas públicas destinadas a asegurar los derechos económicos sociales es que los jueces, particularmente en los sistemas continentales, se limitan a resolver casos individuales; carecen de una mirada sistémica y no están en situación institucional de apreciar los efectos secundarios de estas políticas. Como consecuencia, sus decisiones en estos ámbitos típicamente producen desigualdad en beneficio de personas determinadas que tienen capacidad litigiosa, generalmente individuos de grupos medios o acomodados, en perjuicio inevitable (los recursos son siempre escasos) de grupos más débiles, invisibilizados en los procesos judiciales.
Lo anterior no obsta a que, adoptada una política pública, los jueces no puedan invalidarla si resulta ser discriminatoria y que los beneficios establecidos con el debido detalle y financiamiento en la ley no puedan ser reclamados judicialmente. Lo que debe evitarse es que, de enunciados constitucionales genéricos, los privados puedan reclamar judicialmente de modo directo los beneficios estatales, ausente legislación que los concrete.
Por su parte, la politización de la justicia vendrá de la mano de la creación de un Consejo Superior o Supremo de la Justicia, responsable del nombramiento de los jueces, su remoción y disciplina. El órgano será el caldo de cultivo de toda clase de relaciones clientelares, desde que abogados litigantes (fiscales y defensores) participarán del nombramiento de jueces; jueces que están en rangos inferiores participarán en la elección de supremos y, lo que es aún más inconveniente, organizaciones de la sociedad civil, sin representación popular alguna, tendrán una participación relevante en el Consejo Supremo, lo que es un modo desembozado de corporativismo.
Lo que es más preocupante: la fórmula para judicializar la política y politizar la justicia que toma forma en la Convención Constitucional debilitará necesariamente la democracia. En esta las decisiones de política pública corresponden a los órganos elegidos, y políticamente responsables, que las adoptan en nombre del respaldo popular recibido en las urnas. Los jueces, en cambio, corresponden a una élite que no responde políticamente.
Por lo mismo, su elección debe ser indirectamente popular, adoptada por los poderes políticos y no por grupos de interés corporativos. La Convención se encamina desaprensivamente a politizar la justicia y a judicializar la política, con grave detrimento de la vigencia del Estado de Derecho y del vigor de la democracia.