Entre las declaraciones de esta semana, una de las más dignas de ser comentadas es la que este jueves formuló Izkia Siches, la exitosa jefa de campaña del Presidente electo. Comentando los acontecimientos de La Araucanía sostuvo la necesidad del diálogo, “incluso con la CAM”. Acto seguido fue apoyada por Giorgio Jackson. La CAM, como todos saben, es una organización político-militar que reivindica la lucha armada.
¿Es razonable esperar un diálogo con la CAM o cualquiera otra organización que reivindique las armas como una forma de alcanzar sus objetivos?
Parece que sí.
Nadie podría, desde luego, oponerse a la idea que el diálogo es una buena forma de convivencia y que debe ser el primer método para resolver los conflictos. Si la democracia es la disputa pacífica por el poder, entonces es obvio que el diálogo y el intercambio de razones es un método adecuado para resolver controversias. Intercambiar palabras es siempre mejor que irse a las manos, sobre todo si estas últimas empuñan armas.
Así entonces es razonable promover el diálogo y, tal cual lo han hecho Siches y Jackson, mostrar la disposición a emprenderlo e iniciarlo.
Pero han de tenerse en cuenta algunos requisitos que, al momento de entrar a dialogar, han de satisfacerse.
Desde luego, el diálogo no puede comenzar, en los hechos, admitiendo aquello que se trata de evaluar. Ello ocurriría, por ejemplo, si se forma una mesa donde el Estado de Chile (representado por el gobierno del presidente Gabriel Boric) se sienta de un lado, y la CAM por el otro, frente a frente, bajo condiciones de igualdad. Algo así significaría que la CAM ha modificado el marco político que es, justamente, lo que persigue. El gobierno no puede aceptar que la CAM, o quien fuera, le dispute al Estado el monopolio de la fuerza. Pero ello ocurriría, incluso tácitamente, si se admite que la CAM es una especie de ejército insurgente con el que hubiera que pactar una suerte de armisticio.
Tampoco resultaría razonable que mientras la voluntad colectiva delibera acerca de la multiculturalidad y la forma de reconocerla institucionalmente (como lo hace hoy la Convención) el gobierno discutiera lo mismo con otros grupos que quieren imponer su punto de vista mediante la fuerza de las armas.
Y en fin, ha de tenerse presente la incompatibilidad entre lo que la CAM persigue y el diálogo.
Hoy día ya nadie discute, o quedan muy pocos que discutan, la necesidad del reconocimiento de los pueblos originarios, de la protección de un conjunto de bienes colectivos con los que sus miembros atan su identidad (la lengua entre ellos), y la urgencia de que formen una voluntad colectiva con la que puedan integrarse a la comunidad política (este es el sentido de los escaños protegidos). ¿Por qué existe la CAM entonces? Lo que ocurre es que la CAM posee una inspiración ideológica que reclama bienes distintos a esos. Y es ingenuo pensar que los objetivos que esa inspiración alienta (autonomía política y territorial, abandono del capitalismo, recuperación de las estructuras políticas y económicas ancestrales, etcétera) puedan ser abandonados en medio del diálogo y el intercambio de razones. El fervor ideológico (como se ha comprobado una y mil veces) en vez de invitar al diálogo, invita a rechazarlo. Quien se contagió de ese fervor no cree en el diálogo salvo, claro está, que se entienda por diálogo la admisión de sus pretensiones.
Pero -se dirá- ¿acaso no es una alternativa admitir una autonomía siquiera cercana a la que la CAM reclama como una forma de apaciguarla?
Por supuesto, la autonomía es un bien que todos apetecemos y al que todos tenemos derecho. El problema es que la autonomía colectiva del tipo que la CAM y otros grupos reclaman es incompatible con el respeto de la autonomía que en tanto individuos poseen los integrantes de los pueblos originarios. Una autonomía colectiva concedida, sin más, equivaldría a aceptar que, como consecuencia de un acuerdo político, se impusiera una identidad étnica (una lengua, unas mismas estructuras económicas, políticas y religiosas) sobre todos quienes habitan un mismo territorio. La ironía consistiría en que entonces esos pueblos, conducidos por el CAM o por otros que compartan sus objetivos, harían lo mismo que hizo el Estado chileno durante el XIX y de lo que con razón hoy se quejan.
Nada es más deseable que resolver las controversias colectivas mediante el diálogo; pero la realidad indica que eso ni siempre es posible, ni siempre se lo quiere. Y lo peor es que la CAM -esto es seguro- es la primera que lo sabe. Y por eso si se hubiera podido mirar a través de sus capuchas, se habría visto que sus miembros esbozaban una sonrisa al oír esas bien intencionadas declaraciones de Izkia Siches y Giorgio Jackson.