El término —lo popularizó Nixon en un famoso discurso, cuando la política americana hervía por la guerra de Vietnam, y lo empleó De Gaulle en los días de mayo del 68— alude a ese segmento de la ciudadanía que mira el acontecer político a cierta distancia sin comprometerse en lo inmediato con él.
¿Tiene algún significado para el Chile de hoy?
El término alude a esa porción de la sociedad que ni padece fiebre ideológica, ni ejercita entusiasmos fanáticos, ni se deja inflamar por esperanzas desmesuradas, y gracias a cuyo comportamiento se mantienen los usos sociales, las formas, las rutinas y todo ese andamiaje invisible, esos mínimos deberes que, aunque suele olvidarse, hacen posible la vida compartida. Si esa porción no existiera, si toda la sociedad se encendiera a propósito de las luchas políticas, si no quedara ningún intersticio de la sociedad que no se sintiera identificado con este o con aquel, si, en suma, todos fueran adherentes fervorosos de aquellos que compiten, la democracia dejaría de ser el rito más o menos civilizado que es y se transformaría en un conflicto permanente. Afortunadamente, incluso cuando el conflicto es abierto y los bandos en pugna llegan a las manos o a la violencia, esa gran porción de la sociedad, la mayoría, no toma partido, aguanta la respiración y cruza los dedos, y solo espera que la normalidad retorne y con ella la vida cotidiana, buena o mala, que se llevaba.
Esa mayoría la integra la gente corriente; corriente no porque sea tosca o basta o poco sofisticada, sino corriente porque al igual que el movimiento continuo del agua (al que también se le llama así) esas personas sostienen la vida cotidiana y hacen confiar que, después de todo, el río seguirá fluyendo hacia adelante.
Pues bien, nunca la existencia de esa mayoría había sido más flagrante y se había hecho más explícita que en esta elección.
Es cosa de reparar en el hecho de que ninguno de los dos candidatos en competencia alcanzó siquiera un tercio de los votos emitidos (de la mitad de quienes podían votar), lo que significa que la ciudadanía puesta a escoger sin restricciones no habría preferido a ninguno de los dos o, lo que es lo mismo, que la ciudadanía, esa mayoría hoy silente, no encontraba sensatez, ni consideraba adecuado, lo que decían ninguno de los que hoy aspiran a la Presidencia. Y es que la gente corriente es desapasionada y escéptica, toma rápida distancia de lo que, a veces con razón, le parecen chifladuras, disparates o aberraciones. Por supuesto, en una semana más, y puesta a escoger, esa misma mayoría tomará partido y marcará a un candidato; pero lo hará no porque endose sus ideas iniciales (por llamar ideas a esas frases mal hiladas, llenas de erratas que se corrigen una y otra vez) sino porque ha encontrado un poco más sensato lo que en estas semanas posteriores a la primera vuelta han dicho, corrigiendo algunas de las tonterías que, movidos por el entusiasmo, la ignorancia o la inconsciencia, dijeron en la primera vuelta.
Gabriel Boric, por ejemplo, corrigió su aspecto de dirigente estudiantil, se enfundó chaqueta y anteojos, decidió imitar al Dalái Lama (las manos en actitud de oración, como pidiendo perdón por una culpa desconocida) y cambió el énfasis generacional de algunas de sus propuestas, por otras que intentan atender algunas de las demandas de las mayorías silentes que están lejos del asalto utópico que algunos de sus partidarios proclaman y más cerca de los bienes más modestos y sencillos de la seguridad, la estabilidad económica, los acuerdos. Y José Antonio Kast se despojó de la corbata, e intentó moderar el ánimo incivilizado y cavernario de algunos de sus adherentes que compiten en estupidez y en tontería cuando después de burlarse de las mujeres, ahora se burlan de las minorías, evidenciando que lo primero no fue un error ni un exabrupto, sino la muestra de una convicción que interpreta a una parte de su fuerza electoral y que el candidato (cuando no soñaba llegar tan pronto a estas alturas) dejó, es de esperar que involuntariamente, crecer.
No cabe duda: Boric y Kast han tratado de interpretar a esa mayoría silenciosa que, sin aspavientos utópicos, ni temores desmesurados, espera mejoras; pero mejoras que no alteren la sencilla rutina con la que se tejen los días.
Así entonces, es de esperar que los candidatos no olviden (y el triunfador recuerde una vez que abrace el triunfo) algo que subrayaron gente tan distinta como Hayek y Ortega: la sociedad depende de una fuerza muda que le viene de dentro, de ese raro equilibrio que esos millones de gente silente, sobre cuyos hombros descansa el andamiaje invisible de la vida social, le confiere.