Leí la frase del título en un cuento de Jorge Edwards. Me recordó mi juventud. Ni en los latidos de la pasión más salvaje hubiéramos dicho, nosotras las jóvenes pretenciosas, “te amo”. Hubiera infringido una prohibición de clase. No decíamos “falda”, decíamos “pollera”, para gran diversión de los españoles peninsulares. No teníamos “cabello”, teníamos “pelo”, jamás “tomábamos once” ni usábamos “lentes”, etcétera. Probablemente Óscar Contardo lo haya descrito harto mejor. Todo eso se va diluyendo en la generación de mis nietos, y hasta dentro de las familias extendidas se reconoce que algunos nos hemos “asiuticado”. Qué hacerle, fuera de reírse un poco, comedidamente, de quienes todavía se sienten guardianes de esas fronteras y custodios de ese lenguaje tribal.
Quisiera conjugar el verbo “amar”. Quisiera perder la compostura, los límites. A mi edad, se consigue sobre todo con la música, que abre horizontes y empuja emociones. Una escena, en la calle Almirante Montt, que estamos transformando en una leyenda. Las calles existen porque tienen cuento. Y tienen cuento si los que viven y transitan por ahí se lo creen. Esa calle no tiene salida, termina en una plazoleta con árbol que se parece al del cuento de María Luisa Bombal, y tiene una acústica que se la quisieran muchas salas de concierto. La semana pasada llenamos esa calle: cien personas con aforo, sillas a la distancia correcta, controles sanitarios a la entrada. Primera vez desde 2019. Alrededor tantas ruinas, en un barrio que dejó de ser acogedor y amable. En Almirante Montt, la Academia de Bellas Artes del Instituto de Chile quiso regalar música a todos los que cupieron en el aforo. El cuarteto Viento Norte cantó como los dioses, cuatro voces y un sonido de clavecín que lo llenaron todo con fragmentos navideños del Mesías de Haendel durante más de una hora. Los vecinos se salían de sus ventanas escuchándolos y filmándolos. Carmen Luisa Letelier leyó en castellano las palabras de los profetas y de los evangelistas que Haendel escogió, y que se oían cantadas en el inglés original, impecables. La calle entera resonaba. Una niñita linda se sentó en la silla vacía del Presidente de la Academia de Medicina, y sonreímos, los presidentes que sí estábamos.
Nuestros vecinos del café y de los hoteles, que nos invitaron a dar vida al barrio: la junta de vecinos; la carta de la alcaldesa, la vigilancia de dos carabineros y de un vehículo de seguridad del municipio, todo eso permite a la calle volver a la vida tras años de aislamiento, de empobrecimiento, en que las actividades fueron olvidándose de sus lugares y tomando posición en un mundo virtual, en pantallazos agresivos y áridos. Gracias a ellos pudimos seguir trabajando, siendo Instituto de Chile, pero nos tuvimos que ausentar de nuestro lugar y nuestra calle. “Escriba sobre lo que pasó hoy aquí”, me dijo la soprano. Es lo que estoy haciendo, y saludándola, a usted, al conjunto, a Haendel, al aleluya que al final queríamos cantar todos. Aleluya: que sean muchos los espacios para el arte, la música, el espíritu volando en el centro de Santiago. Como decía un personaje de la película “Educando a Rita”, mientras le corrían las lágrimas: “tiene que haber una mejor canción para cantar”. Estamos buscándola. El Mesías nos promete: “we shall be changed”. Cambiaremos, ¿verdad?