¿Tiene sentido que Gabriel Boric y José Antonio Kast decidan concurrir al programa que, a la distancia y vía internet, mantiene Franco Parisi?
Pareciera que sí.
Después de todo, y sin que nadie lograra siquiera imaginarlo (es probable que él tampoco) alcanzó casi un millón de votos de los siete o poco más que concurrieron a las urnas. Y junto con ello logró elegir a un conjunto de diputados, lo que probaría que una porción de sus votantes le hacen caso.
La conclusión entonces parece obvia: hay que ir a ese programa y esforzarse en mostrar afinidad con Parisi, un hombre que habría logrado mezclar la ilustración (que la tiene) con la gruesa sensibilidad que respiran las grandes audiencias. Si la afinidad con él se alcanza, si la simpatía mutua se despierta, si él decide hacer un gesto de apoyo, entonces, piensan Gabriel Boric y José Antonio Kast, seguirá una ingente suma de votos, los que cada uno necesita para hacerse del poder.
Pero ¿era eso?, ¿de eso se trataba?, ¿de conseguir votos en forma más o menos impúdica? ¿A eso ha quedado reducida la voluntad transformadora, el espíritu republicano, el anhelo de orden, la voluntad de exponer ideas? Porque, como a todos consta, no es ni la amistad cívica, ni el afán de diálogo, ni la coincidencia de ideas, ni la valoración que se tenía respecto de su conducta, ni un genuino interés por conversar, ni nada semejante, lo que mueve a Boric y a Kast a peregrinar telemáticamente donde Parisi. Es simplemente la búsqueda de votos, el deseo de atrapar aquellos que en la primera vuelta se les escaparon no por la vía de comprenderlos e interpretarlos, sino por el atajo de mostrarse al lado de Parisi, quien logró seducirlos primero. Así, el discurso contra la vieja política de Boric y la exhibición de las virtudes y las blancuras que decía ejercitar la juventud que él representaba han sido sustituidas de pronto por la versión más cruda de la política electoral. Y para qué decir Kast. Las virtudes republicanas que pretendía, el ascetismo de la conducta, el respeto de la ley a que invitaba, la renuencia a abandonar los principios, quedan de pronto en el olvido luego de la invitación de Franco Parisi, quien, de un día para otro, y, literalmente, sin moverse de su escritorio, se ve convertido en el elector o en el nuncio de un millón de votos.
No hay en todo esto la natural hipocresía de la política, sino una falta de lo que la literatura clásica llama decoro.
En el capítulo XXXI del libro I de su escrito sobre los deberes, Cicerón define el decoro de manera negativa como aquella que “no puede encontrarse en un hombre que, abdicando de lo que es, se convierte en servil imitador de otro”. Algunos de sus comentadores explican que el decoro es una cierta regularidad de la conducta en el “escenario de la vida”, una cierta ejemplaridad del propio comportamiento, un cierto ascetismo de la conducta, ese ascetismo al que se echa en falta cuando se ve a alguien que se agita y pierde la calma frente a algo que le gusta, abalanzándose sobre él, o a ese que se apresura a hacerse de un lugar para mirar mejor el espectáculo, o a aquel que corre para situarse delante y lograr salir en la foto o este que se hace el simpático para agradar a aquel que, de otra forma, lo despreciaría. Alguien pierde el decoro cuando, hipnotizado por lo que anhela, abandona lo que es o lo que quiere ser (olvidando aquello de que “nada sienta mejor, como explica Cicerón, que lo que forma parte de nosotros mismos”).
Eso es, desgraciadamente, en lo que incurren Kast y Boric al reunirse con Parisi: una falta de ejemplaridad o de decoro. Y de esto, claro está, no tiene la culpa este último que, después de todo, no ha engañado a nadie (¿cómo podría engañar alguien que ha tenido la conducta que él ha exhibido?, ¿quién podría ser defraudado luego de asistir a esa campaña a la distancia, en la que Parisi en vez de simular virtudes ha exhibido astucia?).
No cabe duda.
La culpa la tienen Kast y Boric, que han incurrido casi irreflexivamente en el error de creer que Parisi teledirige a un millón de votos y que si Paris vale una misa, Parisi bien vale la falta de decoro.