No fue el apoyo de la ex-Concertación a Boric lo que podía extrañarnos, sino la fatal necesidad con la que se llevó a cabo. En su gesto no había amor ni odio. Más que decisiones, los suyos se asemejaron a los movimientos de unas piezas dentro de un plan controlado por un destino ineluctable. Ni siquiera le plantearon al candidato del FA/PC un estatuto de garantías, como había sucedido en 1970. Entonces, los dirigentes de la DC pensaban que no podían integrarse al gobierno de la Unidad Popular ni tampoco elegir a Alessandri en el Congreso pleno, ya que eso significaba incendiar el país. Sin embargo, pusieron límites.
El apoyo incondicional de la centroizquierda a Boric era previsible si atendemos a lo que sucedió hace ya treinta años. Si hacemos un poco de historia, tendremos que reconocer que uno de los hechos más relevantes de la política chilena del último siglo fue la renovación socialista. Tanto el triunfo del “No” como el gobierno de Aylwin fueron posibles porque los socialistas habían cambiado: amaron esa democracia representativa (“burguesa”) e incluso la economía libre que antes habían despreciado.
Casi nadie en la izquierda se atrevió a decir: “El proyecto de la UP fue una locura, que hizo un enorme daño al país”. Tampoco dijeron: “Nosotros no jugamos con las reglas de la democracia” o “si Allende se suicidó, fue también porque lo dejamos solo”. Los socialistas lo pensaban (de otro modo no habrían aceptado las nuevas reglas del juego), pero creyeron que no podían decirlo sin aparecer como infieles a su historia, y especialmente a sus muertos. Podemos estimar que esto resulta absurdo, que uno puede honrar la memoria de alguien y admitir que sus ideas y conductas eran erróneas. Los socialistas no hicieron estas distinciones elementales.
¿Cómo gobernar con otras reglas, muy distintas de su tradición, y seguir siendo socialistas? ¿De qué manera arreglárselas para no decir lo que sucedía en la realidad si las bases no están en condiciones de escuchar la cruda verdad? La solución es sencilla, se llama “mito”.
En vez de explicar su giro, los socialistas mantuvieron vivo el mito de Allende y la Unidad Popular, aunque en la práctica hicieran todo lo contrario. De este modo, mientras ellos simulaban venerar a un tipo de socialismo en el que ahora no creían, la DC y la derecha disimulaban la incoherencia entre la estatua de Allende en la Plaza de la Constitución y su disposición a pactar con la derecha por el bien del país; su estricto apego a las reglas de la democracia liberal, o la amistad de Lagos con los empresarios, que requería alguna explicación. No les reprochamos su bendita inconsecuencia, porque parecía un sueño maravilloso el ver que aquellos que en 1967 defendían la lucha armada fueran ahora uno de los nuestros.
Solo los niños ignoraban lo que realmente sucedía en este sofisticado juego de adultos. Así, ellos oyeron el mito y se lo creyeron. Pasó el tiempo, crecieron y empezaron los problemas. Si el mito era verdad, entonces todo lo que veían a su alrededor era una gran estafa. El diálogo democrático era simple “cocina”; las autopistas, un negocio neoliberal, y el extraordinario crecimiento del país, una forma de esconder una injusticia de fondo.
Los mayores, en cambio, habían estado tan contentos que no vieron algunas grietas importantes que presentaba el sistema y lo hacían vulnerable a la crítica, cuando viniera.
En suma, cuando los niños llegaron a grandes, en vez de advertir la falsedad del mito de la UP, pusieron a sus padres en el banquillo de los acusados (el dedo de Lagos se volvió contra él). Y los inculpados callaron. Nadie les mostró a esos jóvenes escandalizados que había tenido lugar una genuina conversión del socialismo leninista al socialismo democrático. El mito devoró a quienes lo habían dejado crecer. Ahora, los frenteamplistas, esos hijos del relato heroico de los tiempos pasados, piensan que es perfectamente posible poner en marcha un proyecto en consonancia con el mito y al mismo tiempo mantener el empleo, conservar las formas democráticas, bajar la inflación, fomentar el emprendimiento, atraer la inversión, mejorar los sueldos y las pensiones, y conseguir una educación de calidad.
La última oportunidad que tuvo la centroizquierda para aclarar las cosas fueron los acontecimientos del 18 de octubre de 2019. Podría haber rechazado categóricamente la violencia y asumido el protagonismo en un país en crisis que la necesitaba especialmente. Pero no lo hizo, abdicó de su responsabilidad y se limitó a observar cómo la historia la dejaba atrás. En algunos casos, se asemejó a esos adultos que tratan de parecer jóvenes y solo logran verse ridículos.
De ahí en adelante, el guion quedó escrito. En esta última semana ha terminado la penosa agonía de la ex-Concertación y los actores han firmado el acta de su propia defunción. Así, un proyecto que, con todas sus limitaciones, fue parte de las décadas doradas, dejó de ser un elemento del presente y pasó a formar parte de los libros de historia.
¿Son irrelevantes? No. Sus votos podrían inclinar la elección a favor del hombre que basó su carrera política en el desprecio a ellos. Es decir, habrán tenido el raro privilegio de elegir a su verdugo. Hay cosas por las que vale la pena dar la vida (Dios, la Patria), pero no sé si Gabriel Boric es una de ellas.