Dentro de las varias cosas que enseña lo que acaba de ocurrir el domingo, hay una que no conviene pasar por alto. Se trata de la influencia política y, por decirlo así, sociológica del 18 de octubre del año 2019.
Lo que se llamó el despertar de Chile.
Durante los últimos dos años, la esfera pública experimentó una rara e inexplicable unanimidad. Chile, dijeron todos, era un globo inflado por la injusticia y la desigualdad que había acabado estallando. Los últimos treinta años eran un timo. Y el asunto llegó a tal extremo, que hasta los supuestos timadores decidieron autodenunciarse. La mayoría de los chilenos y chilenas, se dijo entonces, despertaron ese día del sueño neoliberal que los había engatusado con el crédito y el consumo. Y una vez que el hechizo pasó se habían decidido a modificar las bases mismas de la convivencia.
Los ruidos y las furias de la Plaza Italia eran, se dijo una y mil veces, el gesto de una ciudadanía enardecida. Periodistas, conductores de matinal, académicos, rectores universitarios, todos se apresuraron a endosar ese diagnóstico y a cambiar la reflexión por moralina ¡Nunca hubo tanto descubridor repentino de la injusticia! ¡Nunca tanto bien pensante alzó la voz!
El punto cúlmine del proceso fue el plebiscito constitucional, donde la mayoría pareció volcarse a la izquierda. La ciudadanía comenzó a ser sustituida por las más diversas identidades; el pueblo por los pueblos; el territorio nacional por los territorios; la simple naturaleza por la madre tierra. Había pues que hablar de Chile para cambiarlo de una buena vez.
Y, sin embargo, la derecha acaba de obtener la primera mayoría en la presidencial, en el Senado logró el mejor resultado de las últimas décadas y en la Cámara las fuerzas están equiparadas.
En una palabra, la revolución no fue.
¿Cómo explicar, o intentar explicar todo esto?
Un diagnóstico equivocado
Desde luego hay en la base de todo esto un diagnóstico equivocado acerca del pasado reciente.
El fenómeno más relevante del Chile contemporáneo ha sido el gigantesco cambio en las condiciones materiales de la existencia. No se requiere haber leído a Marx o a Weber o a Parsons para saber que cuando cambian las circunstancias materiales en que se desenvuelve la existencia, cambia también la cultura, la forma en que los individuos se conciben a sí mismos y se relacionan con los demás. Y esto es exactamente lo que ha ocurrido en Chile.
La peripecia vital de millones de personas que apenas anteayer eran proletarios queda hoy mejor descrita como propia de grupos medios que acceden al consumo, que han incorporado en el horizonte la educación superior para sus hijos, que se sienten orgullosos de su biografía reciente. Padecen desasosiegos, desde luego, pero no esperan remediarlos sacrificando su trayectoria o siendo tratados como víctimas.
Sin embargo, el Chile contemporáneo ha sido descrito por la izquierda y una parte de la derecha bajo la forma de un conflicto entre una élite cicatera y abusadora y un pueblo necesitado de redención. O, en diagnósticos menos dramáticos, como una separación entre la subjetividad de las personas y lo que se ha dado en llamar el modelo, como si dentro de cada uno persistiera la memoria de clase y como si la interacción a nivel social —las rutinas de los malls, el ansia de una cuenta individual, la propensión al consumo— fueran un simple disfraz, la mera puesta en escena que oculta una subjetividad herida.
Todas estas visiones, en cuyo derredor se arremolinaron periodistas entusiastas y académicos que vieron reverdecer viejos anhelos, olvidaron que como enseñaba Wright Mills, la vida humana se configura inevitablemente en el cruce de la biografía, de la propia peripecia vital, con la estructura social. Ninguna subjetividad pudo quedar incólume luego de un proceso modernizador como el que había vivido Chile. Es verdad que luego del 18 de octubre se entonaba “El pueblo unido” y otras viejas consignas; pero era cosa de recordar al Marx del 18 Brumario de Luis Bonaparte para saber que el empleo de viejas banderas y antiguos signos no significa nada o muy poco.
Chile cambió, desde luego, pero no en el sentido que le dan quienes acuñaron esa frase. Cambió porque, como consecuencia del proceso modernizador, sus miembros se individualizaron, las personas se volvieron indóciles frente a la autoridad y renuentes a ser descritas como víctimas de la estructura social.
Ello explica también por qué varían tanto las preferencias políticas.
El cambio de clivaje de la política
Octubre sobrevino apenas dieciocho meses después que la derecha obtuvo la victoria en las elecciones presidenciales de 2017. Se trató de algo sorprendente puesto que durante todo el siglo XX ello ocurrió solo una vez (con Alessandri) y ahora en el siglo XXI ha ocurrido ya dos veces (con Piñera).
El hecho es que entre los ciudadanos activos (los mismos que hasta entonces habían preferido a la centroizquierda y que poco después se rebelarían en octubre) había ganado la derecha de una manera inédita. Luego vino la revuelta, la Convención Constitucional y ahora esto.
¿Qué puede explicar ese cambio tan brusco del electorado activo? Una explicación puede encontrarse en el cambio de clivaje de la política o más bien en el carácter ligero que ha adquirido el clivaje, más sensible que nunca antes a las peripecias inmediatas de la vida.
Durante el siglo XIX las divisiones religiosas fueron las que configuraron el sistema de partidos, en particular la diferente posición de la Iglesia enfrente de la sociedad en cuestiones como la educación o la cultura. Durante el siglo XX el clivaje se asemejó a lo que dijeron Lipset y Rokkan: la estructura de clases orientó la división política. Fue ese el llamado Estado de compromiso (1932-1970) donde el fiel de la balanza fueron la clase media y el centro que gobernó a veces con la derecha y otras veces con la izquierda. A fines de la dictadura el clivaje comenzó a modificarse muy radicalmente, puesto que a la división de clases la sustituyó la división entre autoritarismo y democracia que orientó la política chilena hasta bien avanzado el siglo XXI.
Pero hoy no es ni la adhesión religiosa, ni la clase ni la oposición entre autoritarismo y democracia lo que divide las aguas.
Es posible pensar que el clivaje se ha hecho más ligero, más cambiante, como consecuencia de la propia modernización, como resultado del cambio en las condiciones materiales de la existencia. La expansión del consumo y los cambios en las trayectorias vitales durante más de dos décadas hicieron más leves las preferencias, bañadas ahora por una desafección por la política. Así, el triunfo de la derecha no sería necesariamente ideológico, sino una expresión más de cuán ligeras se han transformado las preferencias políticas en una sociedad en la que, como consecuencia de la expansión material del consumo, las personas transitan hacia una percepción del propio estatus que las distancia de su posición de clase.
Se suma a lo anterior que en la actual competencia presidencial la cuestión del orden, en vez de la redistribución y la justicia, fue la predominante. Y radica allí uno de los secretos del éxito de José Antonio Kast, quien (si el lema no tuviera el origen que tiene) podría poner en su propaganda de la segunda vuelta “la fuerza tranquila”. No hay que sorprenderse por ello: las pulsiones más hondas de la vida social son el miedo al otro y el miedo al hambre. Pero como consecuencia de octubre y el envilecimiento de los espacios públicos, sumado a los acontecimientos de La Araucanía, y la lenidad de la izquierda, el primer miedo está hoy en el centro de la sensibilidad ciudadana.
El Frente Amplio, en cambio, parece atrapado en lo que Max Weber llamaría una concepción infantil de la política: idealiza o deja que se idealice la violencia callejera y se olvida que hacerse del Estado supone el deber de, bajo las reglas, usar la fuerza. Cualquier político que aspira a gobernar, hay que recordar a Boric, pertenece a aquello que Marx llamó “el partido del orden”. Pero es probable que exista una resistencia inconsciente a asumir esa dimensión del problema producto del tinte generacional de esa candidatura.
La cuestión generacional
Según se pudo ver muy tempranamente, el 18 de octubre fue, ante todo, un asunto generacional en cuyo derredor se arremolinaron otra serie de demandas de la más diversa índole. No se trató ni de un movimiento de clase, ni poseyó orgánica, ni menos orientación ideológica. Fue el inicio de lo que en la literatura se conoce como nuevos movimientos sociales, formas variopintas en las que se expresa el malestar que acompaña a procesos como los que ha vivido Chile.
Basta dar un vistazo al centro de Santiago, leer las paredes y advertir cuál ha sido el catalizador de todo lo que ha ocurrido ¿Qué caracteriza a esa generación? La subjetividad como fuente de valor de lo que creen o dicen, una intensa individuación que convive con el discurso de la cohesión y la solidaridad, la búsqueda de una forma de vida auténtica que coexista con el rigor de la racionalización técnica que demanda el trabajo, la valoración de la naturaleza, el ejercicio de estilos de vida idiosincrásicos, etcétera.
Ese tinte generacional ha sido el catalizador de múltiples demandas.
Pero no se requiere ser sociólogo para saber que un discurso generacional es inevitablemente parcial, a menos de que en la sociedad se expanda una especie de beatería juvenil, cosa que, hasta ahora, no parece haber ocurrido. Las nuevas generaciones —especialmente en tiempos como los que corren, tiempos de adolescencia extendida—suelen tener la sensación de que han logrado ver cosas que nadie antes siquiera atisbó y de ahí que la certeza y la confianza les brille en los ojos. El discurso y la actitud que apelan a la sensibilidad generacional despierta mucho entusiasmo, sin duda; aunque solo en quienes pertenecen a la generación de que se trata.
Y ese es el problema del Frente Amplio. Para movimiento social, mucho; para política nacional, poco.
Lo que viene
Por supuesto, ni José Antonio Kast ni Gabriel Boric están en condiciones de alcanzar la mayoría. Para lograrlo deben modificar parte de sus planteamientos.
Gabriel Boric debe recordar de una buena vez que ya no es un adolescente, ni un dirigente estudiantil ni el representante de una generación. La política es más compleja que conectar con la sensibilidad de los pares o la de aquellos a quienes se siente como tales. La política —la frase es de Ortega y es magnífica— es la decisión de convivir y cooperar con el enemigo. Para ello Boric debe abandonar los diagnósticos simplistas acerca del Chile contemporáneo, moderar el discurso de las identidades, integrar a su equipo de trabajo a gente ajena a su generación y elaborar una agenda de orden público sin complejos. No debe olvidar que hoy el miedo al otro es la pulsión básica en la vida de millones. Solo resta saber si después de todo eso quedaría algo de Boric.
José Antonio Kast, por su parte, debe dejar en paréntesis el conservadurismo —apartar esa derecha cavernaria— del que muchas veces ha hecho gala. Debe aprender de una vez que para tener éxito en política hay que resignarse a que no exista continuidad entre las convicciones respecto de la vida personal y aquellas que se promueven o aceptan en el ámbito público. Y recordar que el político de veras —lo dice el Maquiavelo republicano— es aquel que para salvar la patria está dispuesto a arriesgar el alma.
Carlos Peña