En esta serie de relatos de Alejandra Costamagna se acumulan las decepciones, los desencuentros, los desplazamientos entre lo que se piensa y lo que se es, entre lo soñado y lo ocurrido, entre la apariencia y la realidad, entre lo esperado y lo que no concurre. Podría decirse que en ellos se despliegan las múltiples facetas de la crueldad de la esperanza y la dureza inconmovible de la espera que, al fin, permanece en sí misma, en pura espera, como en Godot.
También se ponen en juego las esperas del lector, aquello que suele llamarse su “horizonte de expectativas”, las cuales la autora conduce con delicadeza, de modo que, a punto de cumplir lo prometido, en cambio, las disuelve en distintas formas hacia el final del relato, final que no es nunca un nocaut, como indica el célebre consejo, sino cierta amargura, vacío tenue, desencanto, una rara suspensión del aliento. Esos finales, que sería un error llamar “abiertos”, porque clausuran hiriendo al lector, profundamente, aunque sea con un ramo de flores, de esas calas o claveles que cruzan algunos de estos cuentos. Esta torsión ya está anunciada, en ocasiones, en el título o en los inicios de los relatos, de modo que el lector adquiere el hábito de retroceder a ellos después de avanzar algunas páginas para tratar de indagar el porvenir del relato.
Alejandra Costamagna es fiel a esa compresión propia del género; sus cuentos no se alargan ni dan pausa, sino que atrapan de inmediato y avanzan veloces, porque la acción se mueve rápido, es brutal a veces, da saltos gracias a elipsis fuertes, aunque el lector se las traga como si nada. Se podría ensayar que Costamagna trata de un modo enigmático el enigma que los relatos plantean, un modo sintético, llano, familiar, pero que nunca se abre del todo, porque hay elementos que mantienen la ambigüedad. Un ejemplo patente se da en el último relato —muy bueno— llamado “Naturalezas muertas”, que lleva como epígrafe un verso de un tal Alonso Salvatierra, poeta que luego reaparece con otro verso en un momento clave del cuento. En este cuento, focalizado en la perspectiva del protagonista, largamente flota ligera, muy sutil, la duda de que aquello que transmite su mirada sea una construcción paranoide fruto de su desequilibro mental.
A partir de los cuentos de esta colección podría conjeturarse —lo que estaría en continuidad con otras obras de la autora— la idea de que la enfermedad, los sentimientos que la rodean, los escenarios que invoca (hospitales, médicos, fármacos) y lo que ella anticipa y precipita (la muerte) es una sinécdoque de la vida y el cosmos enteros, en que parte y todo se confunden, combinan, contaminan. Es el caso del relato, que da título a la colección, llamado “Imposible salir de la tierra”, bello y terrible a la vez. Así, aunque ese tópico, incluso cuando la enfermedad no concurra explícitamente, es puesto por la autora como una herida que define la condición humana. La vulnerabilidad, en su sentido etimológico, de ser-en-la herida, permea las relaciones internas y sociales, es interior, cotidianidad, cuerpo, diálogo y también política, enfermedad social, de la comunidad habitada.
En la enfermedad y desde ella, los personajes y las historias que estos cuentos relatan no se mueven en la dualidad “alma-cuerpo”, “psiquis-soma”, sino que más bien empujan esas categorías hacia una subjetividad —que el relato escudriña—, la cual abarca el adentro y el afuera en una integridad compleja y endeble, que es, precisamente, el punto que se trata de dilucidar en la narración. De ahí esa frase, tomada de uno de los cuentos: “Con sus adentros ya rajados”.
Una dimensión que añade atractivo a los relatos reunidos en este libro es lo que suele llamarse “humor”, una relación extraña, invisible y perturbadora que busca establecer una complicidad entre el autor, los personajes y el lector. Ese humor, como bien se sabe, admite matices en un abanico progresivo que va de la ligera ironía a la burla grosera y sarcástica. Aquí, claro está, la modalidad de humor que concurre se acerca, de modo nítido, al primer polo, pero, incluso, la ironía tiene sus variantes e intensidades. La ironía es un sello personalísimo que el autor introduce en el texto sin dejar marcas literales en la escritura. Cada autor tiene su propia ironía, un doblez que el lector puede pasar de largo, porque no sintoniza con el tono del autor, no percibe ese doblez, ese pliegue, y hace una lectura literal, plana. “La epidemia de Traiguén”, el relato inicial, es una advertencia nítida de la autora de que, en cualquier momento, puede aparecer un desplazamiento que mueva el piso de la lectura, porque la ironía, ese fluido subterráneo, es finalmente una reclamación que busca despertar la sensibilidad e inteligencia del lector.