Las seis narraciones de Deborah Eisenberg reunidas en Taj Mahal revelan una escritura de aquellas que excepcionalmente surge en las letras para escrutar con sensibilidad, inteligencia, humor y lucidez la complejidad de las relaciones humanas más próximas, esas que todos vivimos (y padecemos) entre miembros de la propia familia, entre amigos y antiguos y remotos conocidos.
En los textos de Eisenberg —en general, cuentos de larga extensión— nunca la aproximación es directa y explícita hacia el nudo del asunto porque ese nudo no es un nítido conflicto que haya que desatar o el clímax de una historia que reclama un desenlace. Una de sus virtudes es que parece simplemente transcribir un trozo de vida, lo cual —es patente— es lo menos simple de lograr. Ese efecto surge de múltiples recursos que la escritora norteamericana maneja de manera calladamente virtuosa. Desde ya introduce al lector de inmediato y sin presentaciones o cortesías en el mundo que va a representar y se lanza a narrar siguiendo un hilo inusual y abundante en filigranas y menos interrumpe el relato de un modo tal que cierre ese mundo con un borde conclusivo, poniendo término a la ficción y devolviendo, con cierto alivio, al lector al mundo real. Comienza como si entre la vida y la ficción no hubiese un tajo profundo y disruptivo y finaliza del mismo modo, como si el relato fuese adelgazándose hasta fundirse con la realidad. Entre medio, desfilan los personajes tal como si se abriera súbitamente un hueco sobre su existencia —para poder observarla en detalle sin que ellos se den cuenta— y no hubiese un narrador que vaya cuidadosamente explicando las relaciones mutuas. En esta forma de proceder, la narrativa de Eisenberg recuerda algunos relatos del Joyce de Dublineses o del mismo Chejov. Como profesora de literatura es claro que Eisenberg ha asimilado muy bien algunas tradiciones europeas y norteamericanas que flotan invisibles bajo sus filosas narraciones.
Un tema que se repite es la asimetría de las percepciones, la manera incongruente en que un personaje entiende y juzga a otro personaje en comparación a la manera en que este entiende y juzga al primero. Eisenberg parece haber captado un rasgo que nutre los equívocos y malentendidos permanentes que deslizan entre los lazos que unen a los miembros de una familia, entre dos amigos o entre dos personas que se rozaron en la vida y luego arman una figura mutua a partir de signos ambiguos y efímeros interpretados erróneamente y consolidados por el tiempo y la lejanía. Es por ello por lo que, a menudo, en estos relatos se da un reencuentro tardío e inútil en el que, por lo menos, para uno de los personajes, la incongruencia y asimetría se resuelven parcialmente y en ese ajuste surge un reposo, una calma final. El gran artífice de ese encuentro es el tiempo, que como si “alguna vez tan ancho como un prado, se hubiese convertido en un delgado itsmo”. Es quizás por esta razón que Eisenberg prefiere centrar el relato sobre el momento de la vejez o, incluso, de la muerte de sus personajes. Hay en muchos de ellos una suerte de galope narrativo hacia ese momento de la vida y de este modo, sin previo aviso, salta de la niñez, a la juventud y de allí a la adultez y la vejez de un párrafo a otro, porque con esa misma rapidez e inadvertencia vamos cruzando de una edad a otra.
Es central en este sentido su trabajo sobre la temporalidad del relato en la que, más que avances y retrocesos, es certera en mostrarnos con contracciones, saltos y expansiones de su escritura, ese ritmo inefable de la vida, la cual —si bien como una flecha se dirige siempre hacia el mismo destino— adquiere una duración relativa en que un hecho equivale rara vez a su medición cronológica.
Otro rasgo sobresaliente de su escritura es la mirada descarnada y feroz con que muestra a sus personajes, para lo cual emplea diversos tipos de humor y comicidad, siempre filuda, lateral y concreta, sin discursos moralizantes, sino que mostrando cómo actúan en su cotidianidad. Ese trabajo minucioso sobre los ritos diarios, sobre las conversaciones y hábitos de un grupo social, en la concreción de su lenguaje y en su ir y venir vistos desde dentro —entre los cuales anidan tantos y significativos tácitos— es responsable en buena medida de la sensación de vitalidad que produce su lectura.
La lectura a que invitan estos cuentos no puede ser veloz. Es para detenerse, saborear, releer y disfrutar de su excelente prosa, de sus perturbadores juicios —que bordean el sarcasmo—, de sus momentos de lirismo en lo que parece ironizar sobre cierta pomposidad y del amortiguado cariño —quizás el único verdadero— que, a pesar de todo, deja caer sobre sus creaciones.