Gabriel Boric y su asesor económico, Nicolás Grau, nos dicen que no tenemos de qué preocuparnos: ellos simplemente proponen para Chile el modelo de los Estados de bienestar europeos y el de Uruguay.
Su propuesta, sin embargo, tiene muchos problemas. Partamos por el caso rioplatense, el más cercano a nosotros. Tomemos un tema que para el Frente Amplio debería ser especialmente sensible, el de la educación. Allí, la enseñanza es abrumadoramente estatal, y si le creemos al Instituto Nacional de Evaluación Educativa, la tasa de los alumnos que terminan la educación media a tiempo es de apenas 42,7%, bastante inferior al promedio latinoamericano y al chileno (el nuestro es de 88%). En el caso del quintil más pobre, en los tiempos del Frente Amplio –la coalición de izquierda que gobernó ese país por quince años seguidos–, solo el 10% llegaba a esa meta. Esas cifras no son apropiadas para un modelo.
El ejemplo de los Estados de bienestar europeos resulta aún más sorprendente. Más allá de que hoy sufren muchas dificultades, sus diferencias con el estilo y políticas de Apruebo Dignidad son enormes.
De partida, esos modelos europeos se construyeron como una alternativa al comunismo y normalmente en pugna con él. Es verdad que en 1981 y 1997 los gobiernos socialistas franceses incluyeron algunos ministros del PC, pero no en puestos decisivos y, en todo caso, esos experimentos terminaron mal.
Más relevante era la actitud de las personas que los conformaron. De partida, jamás tuvieron aires refundacionales; no se planteaban frente al resto con aires de superioridad moral, ni creyeron que la experiencia política era un activo prescindible.
En la gestación de esos modelos fue decisiva la socialdemocracia, pero también políticos liberales y, de modo muy relevante, conservadores democratacristianos como Konrad Adenauer. Para ellos, un bien entendido principio de subsidiariedad, compatible con un Estado social, debía ser un pilar de un sistema que se toma en serio las energías de la sociedad civil.
Ernst-Wolfgang Böckenförde, un destacado pensador de inspiración socialdemócrata, era el primero en afirmar que la democracia liberal solo puede funcionar sobre un sustrato ético que ella no es capaz de producir, y le reconoce un papel decisivo a las confesiones religiosas en esta materia. No se le ocurrió pensar cosas tan raras como que la laicidad estatal excluye la presencia pública de la religión, o que la educación impartida por el Estado debe proceder como si el fenómeno religioso fuera un dato irrelevante. Además, en muchos Estados de bienestar hay un fuerte sistema de educación subvencionada, tanto religiosa como secular.
Por otra parte, la actitud respecto de la violencia de los políticos europeos que encarnan el Estado de bienestar ha sido inequívoca. Ni a ellos ni a sus ideólogos se les ocurrió distinguir entre saqueos buenos y malos, o quemas de metro que no deben ser sancionadas, porque han sido útiles para no sé qué fines ulteriores. Willy Brandt y Helmut Schmidt reprimieron con toda la fuerza necesaria la violencia de la Fracción del Ejército Rojo; Felipe González le dio duro a la ETA. En esos Estados, la policía cuenta con todos los medios y goza del respaldo de la autoridad para asegurar el orden público.
Los teóricos europeos que hoy respaldan esos modelos (como el sociólogo Gøsta Esping-Andersen y el economista Paul Collier) dan una especial importancia a la familia. De hecho, las políticas sociales de la mayoría de esos países le prestan un apoyo a la institución familiar que está ausente en las propuestas de nuestra izquierda. Además, dicen cosas tan incómodas como que resulta necesario elevar drásticamente la edad de jubilación, preocuparse de la natalidad, o que la sociedad debe construirse sobre la base de obligaciones mutuas. Su lenguaje nada tiene que ver con la embriaguez individualista del Frente Amplio chileno cuando habla de los derechos.
La infancia tiene la máxima prioridad para esos sustentadores del Estado de bienestar. A ninguno se le ocurriría la idea de poner la gratuidad universitaria por encima de las necesidades de los niños de entre 1 y 6 años.
En suma, nuestro joven candidato y sus asesores parecen pensar que uno puede importar los Estados de bienestar europeos como quien trae a Chile cervezas alemanas, sin atender a la historia, al contexto cultural y las bases morales sobre las que esos sistemas se han desarrollado. Tampoco parecen conscientes de los problemas que también esos sistemas presentan.
El modelo no es el mismo. No basta con invocarlo como un conjuro mágico para que tengamos en nuestro país algo semejante, sin necesidad de contar con políticos con experiencia, consensos amplios, disciplina y virtudes cívicas, y sin una rica sociedad civil que contrapese el poder estatal.
Pienso que podemos comprender los vacíos de Boric en materia económica, o incluso cabría encontrar alguna explicación para su reiterada tendencia a esquivar las preguntas incómodas. Pero resulta inaceptable que nos diga que sigue un modelo europeo cuando sus ideas y actos van en una dirección muy diferente.