Una de las tesis que, sin duda, aparecerán estos días —a dos años del 18 de octubre— será la de que la violencia y los desórdenes produjeron el proceso constitucional, de manera que si celebramos a este último no queda más que, al mismo tiempo, celebrar los hechos que condujeron a él o al menos no quejarse demasiado por su ocurrencia. Incluso hay quienes sugieren que, debido a eso, deben condonarse los incendios y las lesiones. Después de todo, quienes incendiaron, lesionaron o destruyeron habrían sido, incluso sin saberlo, agentes de la historia.
¿Es correcta esa tesis?, ¿será verdad que la violencia es, después de todo, benéfica si se la juzga por los resultados?
Una de las varias versiones de esa tesis es la de Hegel, quien la formula en sus “Lecciones sobre la filosofía de la historia universal”. Cuando miro al pasado, dice allí Hegel, solo veo ruinas y un gigantesco altar ante el que se ha sacrificado la dicha de los pueblos y la virtud de los individuos. Y debemos preguntar —agrega— para qué fin, con qué propósito se cometieron esos enormes sacrificios. Es verdad, sugiere, que si miramos los hechos en pequeño, ellos causan dolor; pero si los miramos en el amplio panorama de la historia, seremos capaces de comprender que quizá gracias a ellos lo mejor llega hasta nosotros.
Salta a la vista, sin embargo, que si se tomara en serio esa tesis, o las que de ella derivan o las que se le parecen o las que la imitan, sería fácil justificar las peores demasías. Desde luego, ella podría ser esgrimida por los partidarios de la dictadura (alguna vez lo hicieron): ¿Acaso, podrían repetir estos últimos, la modernización de Chile y el éxito económico no se alcanzaron gracias a los excesos —ese era el eufemismo habitual empleado para designar las violaciones a los derechos humanos— que entonces se cometieron? ¿No hay acaso que romper huevos para poder contar con tortillas? Salta a la vista (guardando las obvias proporciones) que desde el punto de vista lógico no hay diferencia entre esa tesis y cualquier otra que asigne a la violencia del 18 de octubre (y la de los meses que le siguieron) efectos benéficos a la luz de los cuales acabe condonándola.
Hay, pues, que rechazar los hechos ocurridos el 18 de octubre, la violencia que entonces se desató, y cuya estela continuó durante meses. Y no dejarse seducir por la idea de que en la medida en que existe un encadenamiento causal entre esos hechos y un resultado estimable (la Convención Constitucional), los primeros acaban adquiriendo un tinte digno de celebración.
La tesis que postula que hay que celebrar (o condonar) los hechos de violencia del 18 de octubre debido a los resultados que produjeron (el supuesto de este razonamiento es que los resultados son dignos de estima) es una falacia que, de aquí en adelante, podría ser llamada —a fin de nunca más incurrir en ella— la falacia del 18 de octubre.
¿En qué consiste esa falacia?
Ella consiste en mirar los hechos y su cadena causal como una fatalidad, en creer que eso que ocurrió era la única alternativa posible para alcanzar el resultado. En suma, la falacia consiste en creer que los hechos sociales fueron necesarios (Aristóteles llama necesario a lo que ocurre de una cierta forma y no pudo ocurrir de otra) y que cualquier alternativa distinta era imposible.
Pero es obvio que las cosas no son así. Es evidente que la vida social y la política y la democracia descansan sobre una convicción opuesta a esa: en la idea de que la vida es contingente, que fue así, pero que pudo ser de otra forma. Ese es el supuesto de la democracia. Tenemos democracia porque pensamos que nuestra voluntad y nuestro discernimiento importan, porque creemos que la fatalidad no existe, porque pensamos que lo que decidimos puede guiar nuestra vida colectiva y que podemos elegir en base a criterios, por ejemplo, criterios morales, que nos enseñan que es mejor eludir la violencia.
¿Significa entonces que no hay que celebrar el 18 de octubre?
Al contrario, hay que celebrarlo; pero no por lo que entonces ocurrió (los incendios y la violencia), sino porque a partir de ese día la ciudadanía decidió que el camino no era ese, sino que eran la deliberación y el diálogo los que, con todos sus defectos y todos sus tropiezos, con sus excesos moralizadores y sus desplantes identitarios, son el único camino posible para la vida compartida y para un futuro que los incluya a todos.