La figura de Sergio Larraín, el fotógrafo-místico, está rodeada de un aire legendario que es como un velo espeso semejante al que cubre a otras figuras —Eliot, Chadwick, Rimbaud—, que, en el imaginario de ciertos grupos, súbitamente, abandonaron una vida de éxito y se retiraron a otra que es vista como el contraste de la primera.
El libro de Catalina Mena, Sergio Larraín, la foto perdida, viene a desmontar ese mito, traspasar ese velo y, una vez allí, proporcionar una mirada interior, depurada de lo legendario, para poder, de ese modo, apreciar de mejor manera su obra. Esta no puede, así, entenderse desconectada de su mundo familiar y social; en particular, sin aproximarse a la figura de su padre, Sergio Larraín García-Moreno, la cual, a su turno, está circundada de un aura, más impenetrable todavía, de respeto, enorme prestigio, admiración. La autora, en consecuencia, debe intentar desmitificar dos construcciones que se encuentran trabadas, la del padre y la del hijo, uno de los hilos más importantes de este texto. Hay, por tanto, en este libro dos momentos: uno, el primero, en que lo biográfico se concentra en el mundo familiar y social de Sergio Larraín, y otro, el segundo, en que predomina un acercamiento interpretativo de su obra. Ambos se encuentran muy logrados, valiosos en varios sentidos.
Es preciso —porque es un filo especialmente interesante y audaz del libro— indagar en la situación del narrador de este libro: Catalina Mena, autora y narradora, es sobrina de Sergio Larraín, el fotógrafo (su madre, Luz, es hermana de Sergio), y nieta del arquitecto, coleccionista y mecenas de la cultura chilena, “don Sergio Larraín”. Su punto de vista es, por lo mismo, interno, aunque de entrada reconoce que apenas tiene recuerdo de su tío Sergio, Queco, señalándolo ya con su apodo familiar (revelado en la primera línea), que este libro es fruto de una experiencia vital y de una investigación (de hecho, agradece al final a todos quienes le ayudaron a reconstruir esa figura apenas atisbada). El punto es que para lograr esa “mirada interna” —que no la puede dar cualquier biógrafo— debe caminar por el borde resbaladizo de un tabú tácito —pero fuerte— que prohíbe que un miembro cercano de la familia —como lo es la autora— haga públicas dimensiones íntimas de la vida familiar. Esa prescripción es un tácito social cuya propiedad y límites este libro cuestiona —con conciencia—, y hace reflexionar sobre la vaga frontera entre lo íntimo y lo meramente privado y el sentido y dudosa conveniencia de esta distinción. La lectura completa de este libro, en la percepción de este crítico, es que las figuras de Sergio Larraín hijo —el sujeto de esta biografía— y de Sergio Larraín padre —el sujeto en segundo plano— resultan enriquecidas y en modo alguno, disminuidas o deterioradas en el lugar sobresaliente que ocupan en la cultura chilena del siglo XX. Es valiente, no obstante, la actitud de la autora, por la no menor transgresión que este ejercicio literario implica, tratándose de dos “personalidades” de la historia cultural de Chile, pero, sin duda, la ejerce con cautela y justicia, sin dejar que las tinieblas —que en toda familia sobrevuelan— ofusquen los méritos, reconocidos y valorados en el texto. Dice: “Todos sabemos (nosotros, los miembros de la familia) que, desde joven, Queco manifestó su desprecio hacia el modo de vida de su padre, y al mismo tiempo, buscó su aprobación”. El paréntesis es añadido por quien escribe. En seguida, señala la autora: “Desde la distancia que me otorgó pertenecer a otro tiempo y situación, y mirar esta historia como una película, pienso que esta familia, con todos sus defectos, gozaba de respeto ético y cultural”.
El riesgo de la autora es mayor en cuanto Sergio Larraín pertenece a una familia que se ubica en la cúspide del círculo social del estrato más alto de nuestra sociedad, uno de cuyos rasgos más celosamente guardados es la discreción. Es de este modo, Sergio Larraín, la foto perdida, una de las aproximaciones literarias más agudas y complejas a la élite social chilena, la cual casi siempre, incluso en los casos de Edwards y Donoso, ha sido descrita desde fuera, con desconocimiento y escasa sutileza.
El segundo momento, en el que propiamente aborda la trayectoria y la obra fotográfica de Larraín —lo cual implica una explicación bastante razonable de las razones que lo llevaron a dejar Magnum y retirarse al valle de Limarí— es doblemente interesante, porque Mena despliega todo su ojo crítico y analítico para las artes visuales en una combinación de llaneza y penetración.
El rasgo literariamente más importante de subrayar, con todo, y gracias al cual todo lo anterior adquiere auténtica fuerza, es lo bien escrito que está el libro: sintético, preciso, ameno, sin latas ni amaneramientos, punzante y claro. Recomendable.