Sichel se acaba de quejar amargamente por la entrevista a su padrastro que The Clinic publicó este viernes.
En su opinión, la entrevista es una forma de normalizar el abuso y de victimizar por segunda vez a su madre y a su hermana. Si bien no es así, puesto que su padrastro no hizo más que confirmar parte de lo que él mismo ha contado, salvo el papel salvífico que el niño Sichel habría poseído, eso no es lo más relevante, porque incluso aceptando que todo esto revictimiza y maltrata a su familia materna, las preguntas aparecen y quedan flotando en el aire: ¿Acaso no fue él, el propio Sebastián Sichel, quien convirtió esas historias en material de campaña, en tema de matinales, de revistas y de libros?, ¿no fue él mismo quien en la franja electoral aparecía mostrando a su familia y contrastándola con aquella de la que, según su mismo relato, careció en su infancia? ¿Acaso no fue él quien cedió a la tentación de mostrar un pasado sombrío como fondo de un presente luminoso?
Por supuesto, es comprensible que Sebastián Sichel se sienta dañado por esa entrevista (algo que seguramente ocurriría a cualquiera al ver cómo la propia novela familiar es relatada por otro); pero lo que no resulta comprensible es que no haya sido capaz de advertir, cuando contaba la historia de su vida, que al hacerlo la enajenaba, la entregaba al juicio, la imaginación, la maledicencia o el morbo de todos quienes la oían, la leían, o la comentaban. Porque eso es lo que ocurre cuando las cosas salen de la interioridad de quien las vive. Y si eso pasa a cualquier hijo de vecino, le ocurre multiplicado por mil veces a un político que usa sus peripecias y sus vicisitudes personales como parte de su capital político y una muestra de cuán resiliente, capaz y digno de confianza es.
Sichel olvidó, al diseñar su campaña e incluir allí su historia familiar, que una de las particularidades de la vida humana es que lo que en ella ocurre solo adquiere su real significado al interior de quien la vive. Por eso cuando un recuerdo, un acontecimiento íntimo, una vicisitud familiar es expuesta o es contada, se desquicia, se deforma y se contamina: quien la oye, la lee, la fisgonea o la comenta, lo hace desde su propia experiencia vital, y así lo que para quien lo vivió fue dramático, para quien lo escucha puede parecer algo banal o, al revés, lo que se cuenta como algo banal puede sonar a los oídos ajenos como un drama.
En suma, las cosas vividas sacadas de la interioridad de quien las vive se transforman en material de habladurías, de inevitables malentendidos, en un sonido que se repite aquí y allá, carente del significado, alegre o triste, que en sus orígenes poseyó.
Y si eso le ocurre a cualquier persona que se deja llevar por el ánimo de confidencia, es aun peor para el político que usa su vida personal, real o fingida, para seducir al electorado y ganarse su confianza.
Es lo que Sebastián Sichel, cuando decidió hacer de su memoria familiar una historia de campaña, olvidó.
Las circunstancias familiares de Sebastián Sichel, las peripecias que vivió o no vivió, los abandonos que padeció o no padeció, los esfuerzos que hizo o que no hizo, no tienen en sí mismos ningún interés público, porque lo más probable es que cualquier vida humana podría encontrar entre los pliegues del pasado circunstancias dramáticas o felices que bien enhebradas harían a un personaje. El problema es que Sichel, o sus asesores, o quien fuera, convirtieron esas historias en un asunto de interés público cuando él decidió sacarlas de la interioridad de su vida, de su intimidad, y dejando el pudor de lado, las relató a los cuatro vientos como material de campaña. Si todas esas historias hubieran circulado en boca de terceros, sin su consentimiento y a sus espaldas, y de allí las hubiera recogido la prensa, por supuesto que tendría motivos más que suficientes para alegar que su intimidad ha sido violada; pero fue él quien, en primera persona, la contó muchas veces asociándola a su emergencia en la esfera pública.
Sebastián Sichel no debiera entonces quejarse, porque después de todo los periodistas de The Clinic, al entrevistar a su padrastro, no hicieron más que repetir con su historia familiar lo que él mismo ya había hecho: sacarla de la interioridad de quienes la vivieron, airearla y entregarla a la maledicencia, la compasión, la burla, la admiración, el reproche o el malentendido de quienes, sin vivirla ni poder comprenderla, asisten a su relato.