En estos dos años de pandemia, como tantas cosas en nuestras vidas personales, también se alteraron las cuentas fiscales del país. En un contexto económico y social extraordinario y global, resulta un punto asumido que algo de aquello era inevitable y necesario. Pero ahora, en un contexto de creciente normalidad de cara a la pandemia y cuando el endeudamiento del fisco en sí pasa a ser un problema, ¿no es acaso necesario y posible retomar los criterios que tan buenos frutos han dado a Chile y retomar una política fiscal en base a una real capacidad de financiamiento?
La realidad dictó en su minuto la necesidad de adoptar acuerdos políticos que implicaron desviarse de la tradicional regla fiscal adoptada en el pasado. A mediados del año pasado se acordó que el crecimiento real del gasto fiscal primario (no incluye el pago de intereses de la deuda) debía ser de un 12% para el año 2021 en relación con 2019 y de un 9% para el 2022. Ello en la práctica ya quedó superado: el gasto total creció un 14% el año 2021 en relación con la situación prepandemia, y para el 2022 la autoridad fiscal ha planteado que será de un 47%.
Sin duda que el acuerdo alcanzado hace ya más de un año tenía una mirada más optimista en cuanto al control de la pandemia y buena parte de este mayor gasto ha sido necesario. Pero ello en ningún caso nos debe llevar a que se desconozca otro aspecto que contemplaba dicho acuerdo. El mayor gasto asociado a la pandemia en nuestro país debía ser transitorio y luego retomar una senda fiscal sostenible en el tiempo, estabilizando la deuda bruta más bien en valores algo por sobre el 40% del PIB. A partir de ello, reconstruir una situación fiscal más sólida que nos permita estar en condiciones de enfrentar los shocks que el futuro inevitablemente nos deparará.
Cabe recordar que nuestra situación fiscal ha venido diluyéndose desde bastante antes de la pandemia. En efecto, la deuda pública bruta en relación con nuestra economía pasó de estar bajo un 4% el año 2007 a algo sobre un 28% al año 2019 y para este año se estima que será cercana al 35%. Asimismo, el Fondo de Estabilización Económica y Social (FEES) pasó de tener el 2008 US$ 20.200 millones a US$ 12.200 de ahorro el 2019 y para fines de este año se proyecta que solo quedarán US$ 2.500 millones.
En línea con la necesidad de retomar una senda fiscal sustentable en el tiempo, al menos este gobierno dio una señal clara al respecto. Presentó una Ley de Presupuestos para el próximo año que termina con los programas transitorios de mayor gasto que fueron necesarios en un contexto de restricciones de movilidad, como lo fue el Ingreso Familiar de Emergencia, pero manteniendo los programas que buscan fortalecer la creación de empleo. Así, si bien el gasto será un 22,5% menor al ejecutado este año, crece en un 14% en relación con el 2019.
Ello le impone un desafío ambicioso a este gobierno en la tramitación de su última Ley de Presupuestos, que no solo se deberá hacer cargo de una economía que aún muestra importantes desafíos de consolidación del empleo, sino que además deberá tramitarla durante el período de campañas para las elecciones de presidente y parlamentarios de fines de noviembre. Recordemos que el Parlamento debe tramitar la Ley de Presupuestos en 60 días, plazo que se cumple casi en la misma fecha de las elecciones.
Pero con ello solo se da un primer paso hacia la necesaria consolidación fiscal. Para los próximos años, 2023 en adelante, el gasto debiera crecer en promedio a tasas menores al 2% para nivelar nuestra deuda en niveles algo superiores al 40% de nuestra economía.
Ello implica que el gobierno que vendrá después deberá frenar la tasa de crecimiento del gasto fiscal al que nos hemos acostumbrado durante las últimas décadas, que en promedio entre los años 2010 y 2019 ha sido del orden del 4,8%, más del doble del sugerido para no caer en una espiral de mayor endeudamiento.
Seguramente en algunos comandos presidenciales ya están afinando detalles para una nueva reforma tributaria, queriendo con ello entregar un mensaje de compromiso con la responsabilidad fiscal. Más allá de si se está de acuerdo o no con imponer una nueva alza de impuestos a una economía tremendamente debilitada por la pandemia, la experiencia muestra que la recaudación real termina siendo generalmente inferior a la planteada en el papel, pero los gastos adicionales a ser financiados con estos mayores recursos proyectados son presentes y no futuros, debilitando posiblemente aún más nuestra salud fiscal. Basta con recordar la reforma tributaria impulsada durante el segundo gobierno de la presidenta Bachelet que, en vez de recaudar 3 puntos adicionales de nuestro producto, terminó recaudando la mitad.
Mejor tomarse en serio la necesidad de reasignar el actual gasto fiscal —que asciende a los US$ 82 mil millones para el próximo año—, en línea con las necesidades que hoy se imponen con fuerza en la agenda. Pero sabemos que eso no es lo más cómodo para el mundo político, como tampoco lo es reconocer el crecimiento económico como la más cierta fuente de generación de mayores recursos fiscales.
La realidad, los números, sus advertencias, están cristalinamente claros. ¿Quiénes actuarán con consecuencia?