Las libertades esenciales de las personas —de elegir, pensar, creer, expresarse y comportarse con autonomía— son la más alta aspiración formativa elaborada por la cultura moderna de Occidente. Sin ser ideales privativos de una sola civilización, sin embargo florecen más comúnmente allí donde el pluralismo, la diversidad y el disentimiento pueden manifestarse sin temor a la represión, la inquisición, el cancelamiento, la censura.
De hecho, estos ideales quedaron consagrados en la Declaración Universal de Derechos Humanos. En el plano educacional involucran dos derechos fundamentales.
Por un lado, el derecho a la educación, cuyo objeto es el pleno desarrollo de las capacidades personales. Hoy es una base para el ejercicio de los demás derechos. Por otro lado, el derecho preferente de los padres a escoger el tipo de educación que recibirán sus hijos. Esto es, elegir los ideales formativos que deben presidir los primeros años de socialización de sus hijos, sobre todo en el plano de la moral y la cultura. Uno y otro suponen una concepción pluralista de la sociedad, donde hay fines múltiples, valores en pugna y respuestas que compiten entre sí.
Dentro de esta visión de mundo se anuda un tercer derecho a los dos anteriores: preferir, para los propios hijos o pupilos, escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas, según expresa el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Este derecho incluye, como señala el mismo Pacto, la libertad de los particulares para establecer y dirigir instituciones de enseñanza, que se ajusten a las normas mínimas que prescriba el Estado.
Este triángulo de principios —acceso, libre elección y facultad de establecer y dirigir instituciones educacionales— se halla en la base del pluralismo de valores, propio de las sociedades democráticas. En el ámbito institucional, desde la sala cuna hasta la educación superior en sus diversos niveles, esta tríada debería por lo mismo estar incorporada a la Constitución.
Así lo reconoce la doctrina y ha ocurrido a lo largo de la historia independiente de Chile, con diversos modos de aplicación práctica y en medio de una continua lucha ideológica donde se entrecruzan motivos religiosos, políticos, de clase social, jerarquías de estatus y circulación de élites.
Desde el inicio de la República, lo público-educacional está conformado en Chile, igual como en algunos países europeos —v.g., Bélgica, España, Holanda— por esa mezcla heterogénea de elementos. En efecto, la legislación del naciente Estado ordena a los conventos y monasterios fundar y mantener escuelas primarias, que se entienden parte de la educación pública. A mediados del siglo XIX ya se habla de una instrucción primaria dada bajo supervisión del Estado, aunque no necesariamente provista por él.
Desde temprano, asimismo, el Estado contribuye al financiamiento de la educación privada. La ley de instrucción secundaria y superior de 1874 va incluso más allá; reconoce derechamente la libertad de enseñanza. Toda persona natural o jurídica puede fundar establecimientos de instrucción secundaria y superior y enseñar pública o privadamente cualquiera ciencia o arte.
Luego, la Constitución de 1925 consagra ampliamente la libertad de enseñanza, que más adelante vendría a conjugarse bajo el principio del pluralismo. El pluralismo pasó a ser una bandera progresista. Como señaló el entonces senador Allende en su carta pública al presidente de la DC, “si hay un ámbito en que el pluralismo debe expresarse con más fuerza, es la cultura y la educación”. Así quedó consagrado en la reforma de garantías constitucionales de 1971.
Este sistema pluralista, salvo durante la dictadura que lo sometió a un orden ideológico uniforme y autoritario, da cabida al amplísimo espectro de valores y concepciones de mundo que existen en el seno de la sociedad: establecimientos laicos y religiosos de diferentes orientaciones; de filosofías como la masónica, de Steiner (Waldorf), Montessori y otras; de culturas de grupos inmigrantes —alemanes, franceses, ingleses, italianos, judíos y otros—; de espíritu pedagógico progresista o conservador; de modalidades científico-humanistas y técnico-vocacionales; de diversas concepciones del mérito y la responsabilidad y, ahora último, también, con enfoques de interculturalidad.
Tal variedad de visiones de mundo coexiste en un sistema público y plural sostenido por colegios de diferente tipo —estatal-ministeriales, municipales, de servicios locales, corporaciones privadas educacionales, fundaciones, asociaciones comunitarias y gremiales—. Sin embargo, todos ellos se hallan sujetos a un currículo común, un régimen de admisión centralizado que procesa las preferencias de los padres, un cuerpo docente regido por el mismo estatuto profesional, exámenes reconocidos por el Estado y un sistema común de supervisión, financiamiento y evaluación.
Nuestro sistema de provisión y financiamiento de educación es por tanto mixto —estatal y privado, descentralizado, con establecimientos autónomos, regulado y plural— sin que pueda reducirse ni a la lógica de un Estado docente napoleónico (monopolio de provisión) ni de un mercado neoliberal. Insistir en esas figuras retóricas impide un debate serio de estos asuntos.
Más bien, cabría esperar que la futura Constitución reconozca la tríada de principios que aseguran el pluralismo educacional, a la vez que lo refuercen en el plano de la autonomía de las instituciones educativas y sus proyectos. Oponer derecho a la educación y libertad de enseñanza; educación estatal y privada; y libertad de los padres para escoger y función primordial del Estado, desconoce 200 años de historia y el imperativo democrático del pluralismo educacional.