Hace una semana cumplí 79 años.
Esa noche, con mi familia gozamos un salmón cocinado sobre cítricos y un postre indescifrable que me regaló mi concuñado, un chef.
Una de mis nueras me exigió que escondiera una caja de 60 bombones finos.
No había nietos. Éramos ocho, tres hijos y sus parejas, mi mujer y yo. Recorrí mentalmente disparos de mi vida: mis padres, también un profesor ya fallecido, que afiló mis tijeras.
Justo abrí un artículo de “Science News” (fechado el 11 de setiembre, 2021), “Rutas hacia la buena vida”, por Sujata Gupta.
Cuenta su confinamiento con su familia e hijos, con covid; enumera hitos en su vida, triviales pero fuertes, como cuando trabajó como guardaparque. Escribe ahogada, recluida.
La cuestión es, ¿qué es la buena vida? Va abriendo tres rutas.
Se ha escrito, explica Sujata Gupta, que la buena vida se alcanza por dos vías: la felicidad y el sentido. Las dos rutas pueden juntarse, ambas se fundamentan en la estabilidad social y personal. Y, ¿si el piso tiembla, o la estabilidad nunca existió?
Cita un grupo de la Universidad de Virginia liderado por el psicólogo Shigehiro Oishi, que agrega una tercera vía hacia la buena vida: “la riqueza psicológica”.
Esta ruta a la buena vida brota de la búsqueda de lo nuevo, la curiosidad, los momentos cuando la visión de mundo cambia. “La riqueza psicológica abre una avenida a la buena vida a esa gente que pareciera tener cerradas las rutas de la felicidad o el sentido”.
No es necesario que las tres vías coincidan. Basta transitar una, según Oishi. Con su grupo entrevistó a personas en cinco países: “¿Qué clase de vida quieres?”. “Una vida feliz”, fue la respuesta de la mayoría en EE.UU. e India. “Una vida con sentido”, respondió la mayoría en Alemania y EE.UU. “Una vida psicológicamente rica”, fue preferida en India y, más atrás, en Alemania y Angola.
También pedían un sí o un no a: “He tenido muchas experiencias novedosas”; “Mi vida consiste en momentos ricos e intensos”; “Mi vida ha sido dramática”; “Me estimula viajar e ir a conciertos”; “Puedo contar muchas anécdotas”; “En mi lecho de muerte podré decir que he visto y aprendido mucho”; “Mi vida sería una buena película”.
A lo largo del artículo, aparece la vida de Oliver Sacks, neurólogo, homosexual, que se enamora recién a los 77 años. Antes de morir de cáncer, a los 82, dijo: “Mi sentimiento primordial es de gratitud; he amado y sido amado; he recibido mucho y dado algo de vuelta; he leído, viajado, pensado y escrito”.
La gratitud —escribe Sujata Gupta—– es el idioma de la felicidad.
Me asaltó entonces la pregunta sobre mis años. ¿Me siento agradecido?
¡Ah! No ha bajado el telón. Y hasta ahora… lo estoy.
Especialmente de un adversario que cambió mi vida. Murió cuando yo estaba cerca; velé su ataúd por horas en la noche, solo, y le di las gracias. Sin él, me habría perdido mi libreto.