De las cosas ocurridas esta semana, hay pocas más sorprendentes y de más largo alcance que lo que ha ocurrido en Vitacura. De creerle a una funcionaria, Antonia Larraín, el alcalde Raúl Torrealba recibía regularmente un sobre con dinero de los programas que la propia Municipalidad financiaba, para, según se decía, hacer más eficiente su quehacer.
Lo llamativo de este affaire —puede llamársele así— no es su dimensión eventualmente delictual, sino lo que le subyace, los prejuicios que derrota y los rasgos que revela.
Desde luego, Vitacura es la comuna más rica, o una de las más ricas de Chile. Viven en ella las personas de más alto ingreso relativo y, como suele ocurrir en la vida social, aquellas a las que prejuiciosamente se atribuyen mayores niveles de conservadurismo, de orden y de probidad. Como lo han mostrado las últimas elecciones, se trata de una comuna predominantemente de derecha, cuyos habitantes, en su mayoría, han de mirar con desdén los desórdenes públicos, con ironía y desprecio a la Lista del Pueblo y, es seguro, habrán criticado con particular intensidad la solicitud de la Convención por mejorar los recursos de que dispone.
Y he aquí que, de pronto, bajo sus propias narices, estaba ocurriendo aquello que, es probable, la mayoría creería solo podía producirse en comunas como San Ramón, cuyos pormenores la televisión se ha encargado de divulgar (con el mismo entusiasmo, es seguro, con que debe estar ahora mismo preparando para los televidentes los detalles del caso de Torrealba).
¿Qué es lo que este asunto revela?
Por lo pronto, la endogamia (tan frecuente en ciertos grupos) en el manejo de los asuntos municipales, como lo muestra el hecho de que la funcionaria que denunció la entrega regular de los sobres con dinero (según relató, ella misma los llevaba a Torrealba) era amiga de infancia de la familia del alcalde que, si creemos su relato, estiraba su mano ansiosa mes a mes para recibir el sobre. La endogamia siempre descansa en la creencia que solo se puede confiar en los pertenecientes al mismo grupo o clase y de ahí entonces que se elija entre ellos a quienes desempeñarán la función. No es pues el desempeño, sino una cualidad meramente adscrita la que decide la asignación del cargo. Eso es exactamente lo que ha revelado el caso de Vitacura. Ese espíritu endogámico es, por supuesto, muy poco moderno: como lo demostró hace tiempo Putnam en sus estudios sobre el caso italiano, la confianza extendida hacia los cercanos es casi siempre fuente de corrupción, de un deterioro del control y de las reglas impersonales. Cada vez que alguien elige a sus cercanos, a sus amigos, a la gente del mismo colegio, para ejercer una función, hay que alarmarse: la función pública no tiene por qué ejercerse con códigos afectivos, familísticos o de clase. Para eso las sociedades modernas inventaron reglas, concursos competitivos, evaluaciones periódicas.
Pero ya ve usted, la endogamia de clase y de familia —si no, que lo diga Torrealba— siempre termina mal.
Junto a lo anterior, este caso derrota el prejuicio —que aún circula, soterrado, por aquí y por allá— según el cual quienes tienen capital social, monopolizan al mismo tiempo el buen comportamiento y la virtud. Este caso desmiente de manera flagrante ese prejuicio y recuerda que la estructura de clases y de ingreso nada tiene que ver con las virtudes morales o con el carácter. Si estuvieran asociados, el sobre que la administradora entregaba mensualmente a Torrealba le habría quemado las manos y este último en vez de cerrar su mano y atraparlo, lo habría tirado lejos. Pero nada de eso ocurrió, y por años de años esa práctica se mantuvo al parecer sin ninguna conciencia de ilicitud.
Y en fin, está la rara cautela con que algunas personas —otras veces tan locuaces y simpáticos para comentar la conducta ajena, especialmente de sus rivales políticos— han preferido tratar el caso de Vitacura, esgrimiendo, era que no, la presunción de inocencia para no emitir opinión crítica alguna sobre estos hechos, como si la presunción de inocencia obligara a enmudecer a la ciudadanía y a no emitir opinión crítica alguna sobre el comportamiento de un funcionario público. Más que presunción de inocencia, parece operar en algunas personas la solidaridad de clase y de nuevo la endogamia: esa maraña de relaciones cruzadas y autorreferidas que aseguran la lealtad y la confianza o, llegado el caso, el silencio.
Por supuesto habrá que ver qué dice el exalcalde Torrealba acerca de esos sobres que empuñaba mes a mes. Pero por ahora es un muy mal signo que en vez de indignado y presto a desmentirlo todo, esté simplemente paralogizado asistiendo en silencio —de ser cierto todo lo que se ha relatado— a su propia vergüenza.