La próxima semana, la Convención debiera considerar la propuesta de su comisión de Ética que sanciona con pena de censura, deber de seguir cursos y hasta enmudecimiento por 15 días a cualquier convencional que incurra en la falta de negacionismo.
Este es definido por la misma comisión como toda acción u omisión que justifique, niegue o minimice, haga apología o glorifique los delitos de lesa humanidad ocurridos entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990, las violaciones a los derechos humanos ocurridas en el contexto del estallido social y el genocidio de que han sido objeto los pueblos originarios.
Hubo una época en Chile en la que el negacionismo era la política oficial y en que el control de los medios impedía que saliera a la luz la verdad. Las violaciones a los derechos humanos no eran solo negadas, sino que, en foros internacionales, llegó a sostenerse que las personas desaparecidas nunca habían existido. Al arrojarse algunos cuerpos en vía pública en el extranjero un tabloide tituló: “Se mataron como ratas”, informando que las muertes de militantes de izquierda habían sido causadas por grupos guerrilleros de esa misma orientación. En tono de sorna, el almirante miembro de la junta de gobierno sostuvo que en Chile no se habían violado los derechos humanos, pues los comunistas no eran humanos, sino humanoides.
En la medida que se iba develando la verdad, a través del Informe Rettig y de un periodismo más libre, los negadores empezaron a hablar de las presuntas víctimas, de excesos y luego de episodios aislados. Como no pudieron negar los hechos, en la medida que iban exponiéndose, esas voces negadoras fueron apagándose en el debate público. La fuerza de la verdad fue arrolladora, al punto que las Fuerzas Armadas, al cabo de diez años, y con ocasión de la mesa de diálogo, terminaron por reconocer como verdad lo que antes negaban y a pronunciar el “nunca más”.
La socialización de la verdad fue tan fuerte que el Poder Judicial, históricamente renuente a sancionar las violaciones a los derechos humanos, ha terminado por hacer justicia en un número de casos mayor que prácticamente cualquier otro país del mundo.
La verdad y el repudio social a las violaciones a los derechos humanos se hicieron tan dominantes que hace no mucho el ministro de Cultura debió renunciar a su cargo al hacerse público los escritos en que denostaba al Museo de la Memoria.
Pasar de la negación y de la burla a un clima de valoración de los derechos humanos y de sanción social a las violaciones fue un proceso largo y no pocas veces doloroso, pero tremendamente eficaz. El secreto de la eficacia cultural de este proceso es que cada paso que se dio fue acompañado de la denuncia de una verdad desnuda de adjetivos que nunca logró ser desmentida.
El triunfo de una cultura de valoración de la verdad y de los derechos humanos por sobre la negación y la burla se ha debido también a que siempre los pasos que dio el Estado fueron percibidos como legítimos. Esa percepción, ese fenómeno cultural, es probablemente la barrera más poderosa sobre la que descansa el “nunca más” entre nosotros.
Esta formidable transformación cultural nunca necesitó prohibir el discurso negador para hacerlo retroceder hasta derrotarlo socialmente. Una medida punitiva autoritaria, en nombre de la moral, como la que la Convención considera ahora para sus miembros, habría sido contraproducente en este exitoso proceso. Ella corre el serio riesgo de no ser percibida como legítima, alcanzar poca eficacia y victimizar a quienes resulten sancionados. Es de esperar sea rechazada.