El “envoltorio” (es decir, la “escenografía”) de este restorán es magnífico, sobre todo para quienes reciben su consuelo vital de sumergirse periódicamente en un ambiente neoyorquino, sin lo cual no pueden sobrevivir mucho tiempo. O sea, más que “a la moda”, se da aquí el caso de un ambiente en que el chileno puede huir de la chilenidad, encontrar refugio y salvar su alma. Sin duda, talentoso el decorador.
Eso, en cuanto al continente. Vamos ahora al contenido.
La carta, sin ser extensa, es elocuente en cuanto al estilo diseñado (¿quién podría reprochárselo?) para halagar el gusto de un público masivo: papas bravas, ostiones parmesana, cebiche con leche de tigre, milanesa con fettuccine al pesto (carne con pasta, fórmula ganadora), suspiro limeño, crème brulée, etc.
Partimos con una tortilla de papas ($7.600), que recomiendan “pedir a la inglesa”. Sospechando que eso quería decir “babeuse”, la pedimos seca, seca, como para poder echarla a rodar sin que se desarmara, como es la auténtica, plato campesino español. Pero llegó nadando en huevo no cuajado… Su mérito fue ser enorme (comen bien, fácilmente, tres o cuatro personas). Los camarones apanados, un acierto: una fritura dorada, perfectamente seca, y los camarones sin esa molesta cáscara de la punta de la cola ($9.900).
Probamos también un tártaro de atún ($9.800) con palta y ajonjolí (para ser bien neoyorquinos, aquí lo llaman “sésamo”), con el pescado cortado en cubitos de buen tamaño. Fue atún rojo, pero algo blandengue para nuestro gusto, y tan aliñado que si bien el conjunto fue agradable, no destacó el atún: el aliño no debe opacar al producto principal; regla fundamental de la cocina occidental (quizá en la India -aunque solo en restoranes mediocres- “no aplica”, como dicen).
Pedimos la escalopa con fettuccine ($9.800), por recordarnos esa fórmula ganadora, que mencionábamos. La escalopa de lomo liso, inmensa, estuvo bien hecha, con su apanado sabroso; pero, ay, no llegó perfectamente seca de aceite; bien pudo el cocinero haberse preocupado y secado como lo hizo con los camarones… En cuanto a la pasta, presentada en cantidad moderada, como debe ser, llegó al dente, pero el pesto fue sumamente insatisfactorio: en primer lugar, le faltó el ajo, cosa indispensable; en segundo lugar, no tenía piñones, sino algún tipo de nuez, de la que encontramos algunos pedacitos; en tercer lugar, queso insípido; en cuarto lugar, exceso de aceite.
Postres: mal capítulo. El suspiro de limeña (aquí le ponen “limeño”…) venía cubierto con un merengue (no italiano) que no tenía ni asomo de oporto ni vino dulce, pero estaba, en cambio, tostado por encima, como si hubiera sido crème brulée… Y el tres leches, en copa, no fue torta, sino un amontonamiento de bizcocho y de los demás ingredientes de la torta en cuestión. No.
Resumen: bonito lugar para tomar tragos (larguísima carta de ellos), ambientado neoyorquinamente, para felicidad de quienes lo requieren. Cocina debilona.
Alonso de Córdova 3788, Vitacura.