La política tiene que ver con realidades muy cambiantes. Aplicar un “plan B” no es un fracaso si, ante nuevas circunstancias, la estrategia original puede llevar a resultados desastrosos. Esta idea, que se remonta a Aristóteles, tiene gran actualidad para nuestra derecha.
Sus planes iniciales se vinieron abajo. Hoy no dispone del tercio mínimo para plantear por sí sola con éxito algunos principios relevantes o evitar disparates constitucionales. ¿Qué hacer en esas circunstancias? La respuesta no es sencilla. Muchos miembros de la Convención están presionados por sus electores, que les piden defender “nuestras ideas” y no seguir la agenda del “adversario”. Este clamor no es ningún disparate, porque si nadie cuida determinadas cuestiones básicas, la probabilidad de que quede al menos un rastro de ellas en el texto constitucional será nula.
Sin embargo, una cosa es defender las ideas y otra asumir que existe un único modo de hacerlo. Después de todo, si los convencionales de derecha se limitan a repetir sus ideas y no logran persuadir a nadie, habrán incumplido su mandato. Ellos deben ayudar en la redacción de un nuevo texto que se propondrá a la ciudadanía, que, en último término, es quien posee el poder constituyente. No pueden, en consecuencia, asistir al proceso como puros espectadores. Algunos electores quedarán contentos con esa actitud testimonial, aunque el resultado será muy malo para el país.
Entiéndase bien: el testimonio es muy importante. Pero él no exime del deber de emplear todos los medios políticos para llegar a un resultado que, en las circunstancias actuales, sea el mejor para Chile. Alguien podría apostar por el “rechazo” en el plebiscito de salida, pero, entre otros problemas de esa postura, nada hace pensar hasta ahora que el 20% de hace unos meses pueda transformarse en un 51%.
Si uno está en una posición minoritaria, la única posibilidad que tiene de influir en el resultado final consiste en tender puentes y dialogar, a menos que se piense que al frente solo hay talibanes izquierdistas, lo que obviamente no es verdad. Hay cuestiones –pocas– que constituyen principios no negociables, pero en la mayoría de los asuntos hay espacio para explorar con creatividad y realismo soluciones distintas, sin traicionar la propia identidad.
Por otra parte, aquí nos hallamos ante una situación esencialmente dinámica: el comportamiento de los otros también depende de lo que uno haga. Si quiero conversar con otras personas que, en muchos aspectos, piensan distinto, debo conseguir que ellos tengan ganas de hablar conmigo. Este constituye un test para evaluar el desempeño de cada convencional de derecha. No basta con constatar que defiende “mis ideas”. Debo preguntarme si es realmente consciente de su posición minoritaria, si ha hecho lo posible por tender puentes y, en definitiva, si tendrá alguna posibilidad de influir en el resultado. En el ADN de la derecha debe estar el diálogo y la disposición a reformar, frente a los dogmatismos refundacionales de quienes aman la revolución.
En este tiempo hemos podido ver que en casi todos los sectores de la Convención hay personas razonables. Incluyo entre ellas, además de los convencionales de la centroizquierda tradicional, a otros que fueron elegidos en la Lista del Pueblo, del Frente Amplio y de los pueblos originarios. No tenerlo en cuenta podría significar adoptar la misma superioridad moral que tan reprobable e injustificada nos parece cuando la vemos en cierta izquierda.
Los temas donde cabe explorar acuerdos son infinitos, y el orden en que deben plantearse no puede definirse con precisión matemática. Un grupo de convencionales de derecha ha dado un paso arriesgado, pero importante. En vez de dejar para el final los temas que afectan a los pueblos originarios, ha decidido darles una prioridad especial. Esto ha causado inquietud en sus propias filas y, por razones distintas, también en los grupos radicales de izquierda, que pretenden ser los dueños de los asuntos indígenas.
Sin embargo, no parece extraño que desde la derecha se planteen estos temas. Basta con ver las votaciones que históricamente ha obtenido en La Araucanía, infinitamente superiores a la izquierda radical, para entender que ese sector tiene razones políticas importantes para preocuparse del tema. Esta semana ha habido diálogos entre convencionales de derecha, independientes y miembros de los pueblos originarios. El clima ha sido positivo, aunque eso pueda molestarle al Partido Comunista.
Estamos comenzando y queda un enorme trabajo por delante. Con todo, no hay que pensar que la introducción de cambios en el sistema monolítico y centralizado que el Estado chileno y su sistema jurídico adoptaron en el siglo XIX sea patrimonio de la izquierda. Así, hasta bien avanzado el siglo XVIII, los tribunales resolvían los conflictos de indígenas de acuerdo con sus propias costumbres –mientras no fueran contrarias al derecho natural–, y su gobierno inmediato estaba a cargo de sus autoridades ancestrales. Entre las ideas extravagantes que se han planteado y la mantención irrestricta de los esquemas actuales hay un amplio camino intermedio que los convencionales deberán explorar. Pero precisamente porque esa tarea política es difícil, es conveniente que se escuche la voz de la historia.