Cuando la dictadura militar empezó a dejar de matar y hacer desaparecer a sus adversarios políticos, comenzó a excluirlos por vías legales. Los principales mecanismos estaban en artículos transitorios de la Constitución y habilitaban al Gobierno para exiliar y relegar.
Una norma de aquellas que habilitaba a excluir estaba, sin embargo, destinada a permanecer y, por ende, se ubicaba entre las reglas permanentes de la Carta Fundamental. Se trataba del artículo octavo. Conforme a su texto, todo acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atentaran en contra de la familia, propugnaran la violencia o una concepción de carácter totalitario o fundada en la lucha de clases era ilícito. Las organizaciones, movimientos o partidos que profesaran las señaladas ideas debían ser puestos fuera de la ley, mientras las personas que incurrieren en esos ilícitos no podían optar a funciones públicas, ser rectores, directores o profesores de establecimientos de educación, ni explotar o dirigir un medio de comunicación social, ni ser dirigentes de organizaciones políticas, y un largo etcétera. Así se aseguraba que quienes quedaban fuera de la ley quedaran también fuera del debate público.
El artículo octavo vino a morir en el plebiscito de 1989. Alcanzó a ser aplicado a Clodomiro Almeyda y no mucho más. Un objetivo principal de la lucha contra la dictadura fue su derogación.
Fue derogado, pero la idea que lo inspiró no ha muerto. Cuesta que muera en la sociedad la intolerancia. Toma distintas formas, pero sobrevive y así se trata de excluir a los negacionistas (Arancibia) o de funar a aquellos que se desvían de la correcta doctrina.
El artículo octavo era institucional; su aplicación debía ser objeto de un juicio por parte del Tribunal Constitucional, mientras la eficacia de la sanción era respaldada por la fuerza pública. La censura excluyente que ahora se abre paso lo hace a través de un juicio popular sin reglas y se hace efectiva directamente por sus propios partidarios. Ambas nacen de sentimientos de superioridad (no de igualdad) y de concepciones salvíficas que se autoatribuyen la limpieza social del mal.
Siempre existen argumentos para tratar de justificar la exclusión intolerante. Ayer era la noción de que no se debía ser tolerantes con los intolerantes. Ahora es la dignidad de algún grupo desaventajado. Como si alguna vez se hubiera ganado una pelea digna con prohibiciones y no exponiendo la verdad y apelando a lo mejor de cada uno. El discurso de los derechos humanos es más eficaz cuando motiva la empatía, no cuando busca el castigo.
El debate democrático, para ser vigoroso, no debe hacer exclusiones ex ante. Como señala el texto constitucional que nos rige —y que, en esto, ojalá permanezca inalterado—, la libertad de expresión es sin censura previa, o sea, sin exclusiones a priori.
Un solo argumento queda vedado de antemano en el debate democrático, cual es el que pretende sustentar una posición afirmando que el que la sostiene es mejor que su oponente. Tengo razón porque soy mejor que tú es el único argumento que debe quedar prohibido en democracia. Él está vedado porque la democracia se sustenta en la igualdad de toda persona.
Parece que será larga y permanente la batalla en contra de los artículos octavo que creíamos ganada. Solo que ahora es más difícil, pues no se trata de una batalla política y legal, sino de una cultural.