Así termina el antipoema “Epitafio” de Nicanor Parra, un balance desencantado de sí mismo y de cuantos somos como él, llenos de fallas, contradictorios, débiles hasta en la fortaleza; es decir, humanos. Las buenas intenciones, las esperanzas, son una parte del embutido. En la bestia (con mayúscula, sería la referencia bíblica al Malulo) habría que poner el reverso de la medalla, con todas las miserias de “esta mierda adherida a mi costado”, verso de Lihn moribundo referido, dice, a su “ego”.
En lo colectivo, ese “ego” pequeño impide ver la grandeza de las personas e incluso las posibilidades propias de intentar grandeza. Una de sus frases preferidas es “¿dónde voy yo?”, implícita en tantas preguntas de los chilenos. “Yo”, y donde va un “nosotros” de poca gente, que adquiere fisonomía en cahuines que identifican a un enemigo. Una política de las identidades tiene aristas que la oponen a la política basada en lo común: la ciudadanía.
Adivinarán que no estoy hablando precisamente de poesía, sino de la Convención Constituyente, instalada contra vientos y mareas durante esta semana. La ciudadanía (“al fin apareció Chile”, escribió Pedro Gandolfo en redes sociales) hizo posible la instalación, primero con la espléndida Carmen Gloria Valladares y luego con el rector de la Universidad de Chile y todos cuantos pusieron sus lugares y recursos a disposición de la Convención. El Gobierno, por ineficiencia o por mala intención, quién sabe, la había bañado en “una luz entre irónica y pérfida”, otro verso de Parra del mismo poema. La desidia es desprecio. Según la mesa de la Convención, fueron las entidades públicas, y no los organizadores gubernamentales, las que hicieron posible e inevitable la instalación. Fue el Estado chileno y no el gobierno chileno. (“Aún tenemos patria, ciudadanos.”)
Nuestra patria se fotografió en el preciso momento que estamos viviendo. En esa foto, la presidenta de la Convención tuvo a su derecha al rector de la Universidad de Chile, y a su izquierda a su propio vicepresidente. Tras ellos tres, la gran estatua de Andrés Bello, cuyos mármoles iluminaban y protegían a la presidenta elegida democráticamente. El pasado, dirán los que nacieron ayer. La lengua y lo mejor de la búsqueda de justicia mediante la ley, digo yo, que nací hace años incontables. Cada época tiene horrores. Cada pasado, ultrajes irreparables. (“De réparer des ans l'irreparable outrage” es verso de Racine; tuerzo aquí su sentido.) Cada época debe reparar ultrajes irreparables, hacerse cargo de lo paradójico y lo imposible.
La Convención Constitucional es por ahora un símbolo y un juego de símbolos. Comenzará su tarea de redactar un futuro sin exclusiones para Chile. Pues de las exclusiones, y las cegueras y antiparras que generan las exclusiones, vienen los irreparables ultrajes del pasado. Un Chile democrático, más democrático, democrático hasta que duela. Una ciudadanía equitativa, igualitaria, como la que no se ha podido alcanzar en plenitud. La ciudadanía es para todos, o no es. El simbolismo instalado en la mesa de la Convención encarna ese principio. Ojalá todos estemos a la altura de esa tremenda tarea.