Comprarse un cuaderno. Trazar la vida. Hacerlo hoy.
Escribir para distinguir y asociar. Escribir para, en unos años, acoger emociones y pensamientos embalsamados en el papel. O para que sobrevivientes nos acojan.
Leo a Irene Vallejo, “El infinito en un junco”, me pasea por los siglos, los escritos, los libros, sabiendo también de WhatsApp y redes sociales. Muestra humanos escribiendo, incluso en Auschwitz. Palabras sobrevivientes.
Las más apreciadas, escritas en papel o en papiro, incluso en cueros, en tablillas enceradas. Muchas, durante tiempos complejos, inciertos.
Como los de hoy. Escribir el hoy; apenas lo hicieron mis abuelos, mis padres.
Nosotros podemos contar, hoy. A no todos nos sale la palabra escrita. Pero aparece. Jesús no escribió, salvo en el polvo del suelo. Ana Frank me mostró su despertar adolescente. No se necesita ser estrella de la palabra: los escribanos en papiros ahorraban espacios.
Innecesario ser un Tucídides y publicar “La guerra del Peloponeso”. Irene Vallejo recorre los siglos y no busca textos gloriosos. Hesíodo (700 a.C.) describe su villorrio, Ascra: “Aldea mísera, mala en invierno, dura en verano y nunca buena”.
“¿Cómo no va a ser mágico el alfabeto, que descifra el mundo y revela pensamientos?”, escribe Vallejo. Y en alguna página ella instala la clara corteza del álamo, tallada con las iniciales de enamorados. Tal vez un corazón. Instantes de tantos. Será menos ecológico, pero grita más que los candados de enamorados colgados en puentes que ni dicen desde cuándo simbolizan amor eterno.
Ese poder del alfabeto reside hoy en el 86% de la población mundial.
Irene Vallejo cita dos veces un verso escrito por Safo, poetisa griega (600 a. de C.): “Lo más bello es lo que uno ama”. Simple.
Un poder que ejercer: decir lo de uno. “Ayer compré dos marraquetas, una la repartí en la calle, tosté el resto y con mantequilla disfrutamos el aroma con mi mujer”, por ejemplo.
Vallejo reconoce el premio Nobel a Bob Dylan como un aplauso a la oralidad. Ella se pasea por el cine y las redes sociales. Pero, al final, es la palabra escrita y la palabra leída las que consiguen su afecto. Lo perdurable espera en el papel.
Mejor la escucho: debo escribirles a mis hijos, mis nietos. Especialmente en estos días que a ellos los marcarán durante más años.
Tal vez líderes escribirán memorias. Pero imaginemos a nuestros nietos curiosos. Algún día se preguntarán: ¿Y qué sentía el papá? ¿Y qué hacía la abuela?
El historiador Carlo Ginzburg (81) canonizó, en “El queso y los gusanos”, lo cotidiano. Los nuestros no nos pedirán frases para el bronce.
Varios amigos de mi generación (70+) escriben las historias de sus familias, o sus vidas. Uno me pidió mi opinión. Agradecí su confianza. Así sentirán sus nietos y nietas. O algún arqueólogo que buscará signos de la evolución humana.
Tendré que devolver “El infinito en un junco” de Irene Vallejo (20ª edición, 2020). No pude subrayar el libro prestado. Agradezco su llamado a escribir, en un cuaderno, los respiros del hoy.