Este viernes se acentuó en la futura Convención Constitucional un fenómeno que se ha manifestado ya un par de veces: la idea de que en sus miembros está la suma del poder.
En general, los órganos de decisión colectiva, como las personas, poseen una definición que proviene de quienes interactúan con ellos, por una parte, y una comprensión de sí mismos por la otra. Lo que usted hace en su trabajo tiene, por decirlo así, dos definiciones: una se constituye por la forma en que la función que usted ejerce se define objetivamente; la otra, por la manera en que usted la comprende. Cuando ambos planos coinciden —cuando la definición de rol, por decirlo así, calza con la autocomprensión de quien lo ejerce— la función se ejercita con fluidez y sin tropiezos.
Pero si en cambio la definición del rol que las personas están llamadas a cumplir no coincide, o es contradictoria, con la forma en que se comprenden a sí mismos quienes la desempeñan, ello es el augurio indesmentible de un problema, de un equívoco. El ejemplo más obvio ocurre con la edad: el sujeto siente que tiene veinte años y se comporta y se viste como tal; pero quienes interactúan con él ven la realidad de sus cincuenta y tantos años. El resultado es un equívoco a veces humorístico, a veces trágico.
Es lo que está ocurriendo con una parte de la Convención Constitucional según se vio una vez más este viernes.
En la reunión que un grupo de convencionales celebró anteayer, hubo quienes sostuvieron que la Convención debía abogar por el proyecto de ley de indulto para quienes ejecutaron actos delictivos en la revuelta de octubre y en los meses que le siguieron. Abogaron porque ese proyecto sea ley “antes que la Convención se instale”.
Es un caso obvio de una comprensión de la propia tarea que nada tiene que ver con la forma en que objetivamente se la define.
No hay nada, en efecto, que habilite a la Convención Constitucional para solicitar la aprobación de un proyecto de ley como ese, ni ningún otro. La Convención carece de cualquier facultad para abogar por proyectos de ley o políticas públicas o someter a escrutinio las existentes. Ni fue electa para eso, ni su función incluye esa facultad. Creer otra cosa (como al parecer algunos miembros de la Convención lo creen) es un equívoco, una inconsistencia entre la manera en que algunos convencionales, o convencionistas, conciben su función y la forma en que las reglas que le dieron origen la definen. Ese tipo de inconsistencia (que en la vida cotidiana alienta bromas y provoca ridículos, formas de humorismo involuntario en las que incurre quien no entiende su rol) en el caso de la Convención Constitucional puede generar problemas públicos de relevancia.
El más obvio de todos es que los convencionales, o un grupo de ellos para ser más preciso, comienzan a presumir que su función está por sobre cualquier otra forma de representación política; que los senadores y los diputados, y para qué decir el Presidente, están algunos escalones por debajo de ellos en la escala del poder; y que entonces todos han de someter su voluntad más temprano que tarde a lo que la Convención decida. Esta pretensión es absurda. Algunos de los convencionales, o convencionistas, parecen pensar que como la carta constitucional que deberán redactar es la regla suprema, entonces su voluntad es suprema también.
Pero ocurre que el hecho de contribuir a redactar la regla suprema no transforma en suprema la voluntad de los convencionales. Lo que poseerá relevancia es la voluntad del órgano llamado Convención que se formará con la voluntad de todos luego de la deliberación; pero cada voluntad individual carece de toda facultad o competencia.
No comprender eso es incurrir en un grave equívoco.
Y ese equívoco —creerse autoridad por el solo hecho de integrar la Convención, una autoridad, además, instalada en la cúspide— debe evitarse puesto que de cundir conducirá a sus integrantes a incurrir en las peores formas de humor involuntario, o, esto sí sería grave, a exceder las propias facultades y atribuirse poderes que nadie nunca ha pensado o decidido conferirles.