Eros une; Tánatos disgrega. El espíritu de la división recorre toda la política chilena como un jinete del Apocalipsis. A pesar de hablar constantemente de unidad, todos están contra todos, dentro de los partidos, entre ellos. Los que no quieren ser “la vieja política” se han dividido entre sí con igual entusiasmo en los últimos años.
Nos fuimos volviendo “facciosos” otra vez. Esa palabra se usaba en los años setenta, cuando un profesor de sociología afirmaba, con cara de Buster Keaton, que el número mínimo para constituir un grupo era dos. Esa obviedad había que repetirla, parece. En ese entonces se hablaba de grupúsculos, otra palabra aprendida (un diminutivo presentable, ya que “grupitos” carecía —y carece— de todo decoro político). Después de eso, ni siquiera el enemigo de todos, la dictadura, redujo el cobro de cuentas, las acusaciones de traición, los torvos rumores contra los más próximos. Recuerdo haber lavado platos frenéticamente para no tener que participar, hace cuarenta y tantos años, en conversaciones tan enfáticas y tan desalentadoras como las actuales.
La angustia de mi generación en estos días viene de recuerdos de esos antagonismos entre cercanos. Tenemos la sensación de ver una película cuyo final conocemos y no nos gusta para nada. No hablo de un golpe militar; los militares han dicho “no estar en guerra con nadie” y han sufrido castigo legal y social; no ha pasado tiempo suficiente para olvidarlo. La amenaza será otra, pero las amenazas de violencia, de control, sea brutal o más probablemente subliminal, están siempre presentes y agentes no les faltarán. Serán más difíciles de enfrentar, porque corresponderán a claves que desconocemos. “No los veremos venir”.
Una parte de las generaciones mucho más jóvenes de la sociedad civil, en cambio, no tiene tales recuerdos, en gran medida porque sus propios padres o abuelos no han querido cargarlos con las penas que llevan. Esos jóvenes sienten que a su vida, la única que tienen, le falta sentido, una épica; les falta peligro y posibilidad de sacrificio, les falta un gran gesto. Sienten entonces la atracción fatal de Tánatos. Aparecieron con la tozudez de la tragedia: “para decir no y para morir”. Se unieron en contra de algo; una “oposición” a un gobierno que hace rato pasó a ser un fantasma. O, peor aún, para defender sus respectivas tribus.
Nos debemos entre todos una esperanza, liderazgos que podamos compartir. Desafío histórico, este. Son pocos los que se ponen a la altura. A esos, agradecemos.
Sin un poquito de la fuerza del Eros, que lleva a entenderse, a tener curiosidad activa por la existencia del otro, a buscar un porvenir para todos, a relativizar la propia “verdad” tribal, el rostro de Tánatos, el de la exclusión y la disgregación, puede irse dibujando en el horizonte, sobre todo en el de la Convención Constituyente.
La alternativa es la política, aunque no le guste a nadie decirlo. Llegar a acuerdos no es una actividad indecente, al contrario: los acuerdos, esta vez, han de ser entre actores distintos y con nuevas y exigentes lógicas de inclusión, “para producir el cambio, no para frenarlo”, como acaba de decir una constituyente. Sin una cierta alquimia política que ojalá llegue en la convención, la alternativa que se ve —la que mi generación ya vio, y por eso teme— es la del fanatismo, la violencia y la arrogancia, que surgen de diversas direcciones y diversos extremos, y que tarde o temprano se llevan por delante a la democracia.