Sigue allí. Tan afrancesado, con su pizarra y el personal de vestuario clásico. En estos días de tanto cierre de locales, transformación forzada o mutación para mal sobrevivir, una visita a Le Flaubert (justo antes de la nueva cuarentena) es como para confirmar la existencia de aquellas certezas que van quedando. Es parte de un ejercicio de anclaje, como volver a leer un clásico o poner un disco de Charles Trenet (el favorito del tío abuelo). O ya, de Edith Piaf, que ha resultado más incombustible (¿O George Brassens, mejor?). Fue cosa de sentarse allí en su frontis, pedir, darse una vuelta por su interior —con mascarilla—, sentir que vuelve parte de un alma pasada al cuerpo y luego guardar esa imagen antes de volver a la cueva.
Y la otra reconstrucción del espíritu es a través del estómago —que habrá que pedir por delivery en estos días—, llenando ese agujero con una sopa de cebolla ($5.500), con su pancito tostado y el queso derretido de rigor. En una porción justa como para lograr llegar a las tres paradas de un buen almuerzo. Igual de precisa es la otra sopa, una de zapallo enchulado ($4.900) con exotismo —algo de jengibre, curry, hasta manzana por ahí—, que satisface sin repletar. Con la panera de pan fresco de comparsa, uno queda listo para la segunda parte.
De entre otros fondos clásicos, algo que opera como imán en su carta: el lomo Robespierre ($12.900): cortado en pequeñas lonjas, pedido tres cuartos, con pimienta verde y la otra, la oscura, junto con su marcado romero. Montado como pétalos concéntricos, acompañado de vegetales salteados. Una de esas perfecciones. Y dejando para otra vez el coq au vin o el confit de pato o el garrón de cordero, se optó por un maravilloso conejo a la mostaza ($11.900). Dos presas de carne magra, salseada, con abundantes champiñones y acompañadas de fetuccinis frescos.
Para cerrar, con una atención muy diligente y sin demoras, unos impecables celestinos ($3.200) y una tarta tatin ($4.900), con ese calor y toque especiado que se complementa históricamente con el helado de vainilla. Buena cantidad de manzana, pero la masa casi inexistente. Se pidieron dos americanos y llegó uno y un expreso. En fin: que lo perfecto también es enemigo de lo bueno, de algo realmente bueno.
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