Chile, en cuanto república, surgió de la crisis de gobernabilidad generada por la independencia recurriendo a una solución práctica, acorde con la concepción política tradicional de autoridad: una herencia colonial expresada en lenguaje republicano. Hubo división de poderes, mas la institución Presidencia de la República fue dotada constitucionalmente de significativas atribuciones. De este modo se alcanzó la estabilidad de manera ejemplar, a diferencia de lo ocurrido en el resto del continente, cuyas naciones buscaron anárquicamente fórmulas fundadas en teorías políticas en boga.
República que experimentó prosperidad en diferentes ámbitos económicos, alcanzando vínculos con los mercados del Atlántico Norte, en tanto arribaban oleadas de inmigrantes (ingleses, franceses, alemanes, norteamericanos, etc.), que se incorporaron al quehacer productivo y a la sociedad, continuando durante el resto del siglo el proceso de expansión y desarrollo, desde el centro hacia los extremos del territorio.
Fue parte de una modernización global con expresiones culturales, sociales y políticas. De manera que, hacia mediados de siglo, el ideario liberal había permeado en mayor o menor medida a partidos políticos creados, precisamente, por influjo del liberalismo. Entre ellos, el grupo más modernizante comenzó a bregar por la libertad individual frente al autoritarismo presidencial, postulando un programa de reformas que significaban un cambio institucional de envergadura basado, prioritariamente, en una reforma constitucional concretada hacia 1871-1874.
De la serie de enmiendas, las más importantes apuntaron a disminuir o derechamente eliminar la potestad de la Presidencia de la República, fortaleciendo a cambio las prerrogativas constitucionales del Congreso. Por ejemplo, se facilitó la acusación de los ministros mediante un trámite que la hizo muy expedita, dejando al gabinete presidencial a expensas del poder legislativo: máxima aspiración de los partidos políticos, a saber: dirigir la marcha del país. Al punto que los mandatarios siguientes debieron recurrir al “intervencionismo electoral” y así lograr congresos adeptos. Santa María lo confesó sin tapujos: “si participo de la intervención es porque quiero un parlamento eficiente, disciplinado, que colabore en los afanes de bien público del gobierno”, al tanto que Balmaceda tuvo que enfrentar una Guerra Civil, siendo derrotado. En verdad, aquella élite política logró instaurar un gobierno “por sí y para sí” que solo vino a concluir en el gobierno de Arturo Alessandri, restableciendo el presidencialismo en la Constitución de 1925.
Lo que se impuso en 1891 fue un parlamentarismo sui generis, sin resguardar los equilibrios de poder que deben existir entre Ejecutivo y Legislativo. Actualmente hay propuestas parlamentaristas que rondan entre políticos y convencionales. Pero antes de actuar, sería procedente reflexionar bastante sobre nuestra idiosincrasia republicana y, en todo caso, cambiar drásticamente el perfil de parlamentario existente, por uno maduro, culto, portador de virtud republicana.