El miércoles de madrugada, a los 98 años, murió Roser Bru, Premio Nacional de Artes Plásticas 2015. Con el corazón pesado, se me hace difícil escribir ahora de algo que no sea su obra y su vida. Nació en Barcelona, llegó a Chile en el “Winnipeg” en 1939, barco fletado por el entonces cónsul Pablo Neruda para refugiados de la guerra civil española: un conjunto de personas, algunas de ellas niñas, como Roser. Muchos refugiados dejaron marcas indelebles en las artes y en la cultura de Chile, su país de acogida. Leopoldo Castedo, José Balmes, José Ricardo Morales, son nombres que muchísimos chilenos reconocen a la primera. Fueron protagonistas no solo de la historia de España, sino también de la de nuestro país. Roser me corregiría en este punto: para ella, la historia de Cataluña, donde su padre fue una autoridad en la etapa republicana, y de donde fueron desplazados, en condiciones muy difíciles, hacia campos de concentración en el sur de Francia.
En aquellos tiempos, los horrores de la guerra estaban geográficamente circunscritos, y había —aunque fuera al otro lado del mundo— tierras de acogida. La nuestra lo fue. El Presidente don Pedro Aguirre Cerda había pedido a Neruda que enviara una gran proporción de artesanos, cuyos oficios podían enseñarse en Chile; la historia da testimonio de la sabiduría de la elección del poeta, quien trajo a Chile además intelectuales y artistas, o jóvenes que iban a serlo, que iluminarían nuestros cielos.
Conservó siempre Roser el recuerdo del Institut Scola, donde había estudiado de niña, y la nostalgia de una educación más completa, con los métodos pedagógicos entonces revolucionarios que alcanzó a conocer. Fue gran lectora, tenía una tremenda curiosidad intelectual y sabía muchísimo, pero se escondía siempre tras un gesto de la mano y una frase: “no sé nada, soy refugiada”. Algo parecido hacía cuando se desperdiciaba comida en una mesa: “es que soy refugiada”.
He escrito largamente en otras oportunidades sobre su obra, delicada y fuerte a la vez. La obra queda, volveremos sobre ella y su aporte tremendo a la sensibilización. Se preguntó una y otra vez por “el acertijo de la femineidad”, como lo denominó Lihn: lo exploró siempre, en distintas épocas y distintas técnicas. Por otra parte, las violencias de los años setenta y de la dictadura abrieron viejas heridas, las de la guerra civil española, y no dudó en profundizar los dolores de los desaparecidos y los torturados, reviviendo sus caras junto con los retratos funerarios del Fayum, en antiguo Egipto. Algunos de sus cuadros más bellos yuxtaponen los frutos de la tierra americana a los de la cultura mediterránea. Pintar la luz, explorar la sombra, meditar constantemente con un pincel feliz en la mano, hasta sus últimos días.
Hoy conservamos la obra, pero hemos perdido a Roser. Y con ella la historia de la fragilidad de los desplazados y los refugiados, y del tesoro que pueden ser para un país que, como el Chile que recibió al “Winnipeg”, sea capaz de acogerlos. Ahora, para los refugiados niños (miremos hacia cualquier país, incluso los más prósperos), parece haber más que nada portazos en la cara. Por miedo y falta de esperanza generosa, y de imaginación. Qué pena y qué vergüenza.