De ahí venía el miedo, la última novela de Jorge Marchant Lazcano, narra el encuentro que ocurre en Inglaterra en la primera década del siglo pasado entre el joven escritor chileno Augusto D'Halmar, el también joven escritor inglés E. M. Forster y el ya otoñal escritor e intelectual inglés Edward Carpenter en la casa de campo de este último, en Millthorpe. Si bien los personajes corresponden a personas reales que fueron contemporáneas, el mismo Marchant en una nota inicial advierte que dicho encuentro es absolutamente imposible porque, en los hechos, nunca estuvieron ni pudieron estar los tres juntos en ese lugar y en esa fecha. La novela relata, pues, un episodio ficticio; episodio, sin embargo, que trata narrativamente con todos los requerimientos de un pasado real y se esfuerza, por lo mismo, en todos los ámbitos, de dotarlo de los rasgos de verosimilitud propios de lo real. La pregunta que el lector tiene siempre presente mientras lee es cuál es el interés que tiene el autor en narrar un pasado imposible, aunque verosímil, situado hace poco más de cien años en Inglaterra. La deliberada extemporaneidad del relato es esencial para la comprensión de esta novela.
Edward Carpenter fue un político socialista, activista por los derechos de los homosexuales y escritor inglés que, en la novela, aparece ya en la madurez de su vida y, en rebeldía contra la criminalización vigente en Inglaterra de la época, convive idílicamente con una pareja de su mismo sexo, George Merrill, “un rústico campesino”, en un remoto paraje rural. A ese lugar —Millthorpe— llegan por caminos separados y en distintas circunstancias D'Halmar, Forster y un policía, este último una encarnación hostil y obsesiva de la moral homofóbica de la época. La conjunción de estos personajes masculinos da lugar al clímax del relato —una confrontación—, después del cual cada personaje sigue su propio itinerario. Los hechos transcurren algunos años después del “affaire Wilde”, que permanece vivo en la memoria de todos los protagonistas y, por cierto, mucho antes que empezara a gestarse la subcultura gay actualmente conocida. Marchant lleva, pues, al lector a una fase de la evolución de la sensibilidad, moralidad y legalidad en relación con la homosexualidad que hoy, al menos en la forma brutal que existió en ese momento, ha sido desplazada en Occidente, pero no parece simplemente que su intención sea escribir una novela de costumbres, una suerte de recordatorio histórico de cómo eran, incluso en una nación tan civilizada como Inglaterra, despreciados los derechos y la dignidad de esta minoría. La reconstrucción de la época y de las sensibilidades que la recorren, sin perjuicio de ello, está bien lograda por el autor, tanto que, por momentos, parece que estamos leyendo una novela inglesa de ese período. Ello también es válido en el plano del lenguaje. El término “homosexualidad”, de hecho, lo emplea una sola vez, sirviéndose, en cambio, de los más frecuentes en esa época: “uranista”, “invertido”.
La novela, con todo, parece concentrarse en la subjetividad de D'Halmar y de Forster, ambos prácticamente de la misma edad y recién en los inicios de su itinerario como escritores. El punto que intenta trazar Marchant es mostrar cómo ese contexto cultural represor influye no solo en el desarrollo psicológico de ambos jóvenes autores, sino, sobre todo, en el despliegue de su creatividad como escritores. Sería, en una especie de paralelismo entre ambos, la forma en que Forster asimila lo acontecido en Millthorpe, lo que le permite cuajar el nudo central de su novela consagratoria:
Maurice. Mucho más ambigua e indeterminada permanece, en cambio, la figura de D'Halmar, aunque también para él lo acaecido en casa de Carpenter lo remece de tal modo que a partir de ello puede reinterpretar su pasado —la colonia Tolstoyana, el duelo por la ausencia de Fernando (Santiván) y la frustración de su relación familiar— e iniciar una nueva etapa de su vida. El autor somete a sus personajes a un experimento literario: ponerlos, en una época de represión, ante la experiencia próxima de un temor oculto.
Marchant es un narrador con oficio. El relato, en un ensayo de polifonía, va alternando los puntos de vista de D'Halmar, Forster, Carpenter y el policía. La presentación es morosa; la acción, apretada en un par de días, se abre hacia el pasado con lentitud y sigue los vericuetos mentales de los protagonistas. La prosa cuidada mantiene un contenido con dejo arcaizante en consideración a la época en que ocurren los supuestos hechos. El juego de los narradores, la alternancia de los puntos de vista, la oblicuidad sinuosa en el desgranarse de la subjetividad de D'Halmar y Forster en contraste con la nitidez de Carpenter y de Harris, el policía, dejan flotando un componente inacabado: el escurridizo eje del conflicto, la médula que ha querido poner en juego y fijar.