La agenda impulsada por la senadora Yasna Provoste y el Gobierno lleva un nombre que es todo un diagnóstico de lo que está ocurriendo en Chile.
Se llama “mínimos comunes”.
Lo que constituye a una sociedad es justamente la existencia de mínimos comunes, objetivos y convicciones que hacen de la vida social una empresa compartida. Por lo mismo, cuando se los demanda, como está ocurriendo en estos días, cuando se hacen esfuerzos por encontrarlos, se está diagnosticando implícitamente su falta, su ausencia. Después de todo, si esos mínimos comunes existieran ¿qué sentido tendría entablar largas negociaciones para encontrarlos?
No cabe pues ninguna duda: la búsqueda de mínimos comunes es la confesión de que no parece haberlos.
La senadora Yasna Provoste (que, dicho sea de paso, ha demostrado una estatura mayor a la de muchos que se ganan la vida en el Congreso) y el Presidente Piñera, debieran repetirse a sí mismos y repetir a los demás ese diagnóstico: buscamos mínimos comunes porque constatamos que no los hay.
Toda sociedad —hoy se lo experimenta día a día— es una lucha entre una tendencia a la cooperación y otra al conflicto. Kant lo dijo de forma inmejorable: el ser humano es socialmente insociable, habita en él una tendencia a la vida compartida y otra que la rechaza a veces violentamente. Por eso el mero hecho de la convivencia no constituye propiamente una sociedad o comunidad política. Esta última existe cuando la tendencia a la cooperación es capaz de amagar, aunque nunca suprimir, la tendencia al conflicto. Esta es una muy vieja idea que vale la pena recordar por estos días y que se encuentra en Aristóteles y que está mil veces reiterada en la obra de Cicerón. La concordia, como la llama este último, no consiste en que los ciudadanos estén de acuerdo en todo. La concordia no es unanimidad. Pero sí requiere que al menos estén de acuerdo en algo. Luego la pregunta fundamental que debería hacerse cualquier político de aquellos que están hoy pensando en estos “mínimos comunes” es la siguiente: ¿sobre qué hay que alcanzar un acuerdo para que la comunidad política exista, para que haya concordia y no permanente discordia?
Aristóteles da una pista. Él sugiere que la concordia política es un acuerdo entre todos acerca de quién debe mandar. La cuestión de mandar, agrega por su parte Ortega, es la decisiva en toda sociedad.
Y ese es el problema más básico y radical del Chile de hoy.
Es cierto que las carencias y los agobios que ha provocado la pandemia son muy urgentes de resolver, pero esa es una cuestión técnica en la que es relativamente sencillo alcanzar un acuerdo. El verdadero problema en el Chile de hoy es que nadie acepta lo que es fundamental en una democracia: que los miembros de la comunidad están sometidos a la ley, a las reglas y que, aunque haya discordia en todo lo demás, no puede haberla en ese hecho básico. Este es el problema fundamental que amenaza la vida compartida: que cada vez con mayor intensidad se extiende la sensación de que la justicia de la causa que se enarbola —sea la causa mapuche, la demanda de los ciclistas, las urgencias de la pandemia, la protección de la propiedad o lo que fuera— excusa de cumplir las reglas, ese mínimo que hace posible la sociedad y para qué decir la vida democrática.
En la vida política, las personas o están sometidas a la voluntad de alguien o están sometidas a la ley. Manda la subjetividad de alguien (un líder carismático o un remedo payasesco) o mandan las reglas. Una de dos. En esta materia que es la clave de la vida política, la tercera vía no existe. Y el principal acuerdo que se debiera entonces alcanzar por estos días, con una declaración explícita de todas las fuerzas políticas, o al menos un compromiso de sus miembros más responsables, es la lealtad a las reglas. Recuperar esa convicción es urgente en el Chile de hoy y vale tanto para la vida cotidiana en la calle o en los barrios (que muestra que cuando el estado se retira se cumple eso de que el hombre es un lobo para el hombre) como para la vida política.
Habrá, desde luego, que establecer medidas para enfrentar la pandemia que alivien el agobio y eviten el tira y afloja de estos meses; pero nada de eso servirá si no se conviene que las reglas y las instituciones son las únicas capaces de lograr que la cooperación supere al conflicto.
Ese es el mínimo común al que por estos días debiera aspirarse: que el conflicto político se resuelva en base a las reglas hoy existentes y que, tal como se convino en el acuerdo que dio lugar al proceso constitucional cuyos partícipes se elegirán en una semana, las reglas se cambien respetando las reglas. De la ley a la ley, como dijo en una fórmula sencilla pero exitosa Torcuato Fernández-Miranda al inicio de la transición española.