La Tierra no es lo que era y la razón fue un asteroide, el Agatha 616, al que le lanzaron bombas y misiles con el buen propósito de destruirlo antes del impacto, pero decisiones de este tipo son las que pavimentan el camino hacia el infierno, porque desapareció el asteroide, pero las explosiones produjeron una lluvia ácida que acabó con el 95% de la humanidad.
El 5% restante, desde hace siete años, vive en refugios subterráneos esparcidos por Estados Unidos, y entre los sobrevivientes hay dos jóvenes que aguantan en colonias distintas y que se conocieron antes del desastre. Joel (Dylan O'Brien), que no es demasiado despierto, y Aimee (Jessica Henwick), una de sus vecinas; ambos vivían en el pueblo de Fairfield, andaban por los 17 años y estaban dentro de un auto y a punto de consumar un incipiente romance, cuando llegó el apocalipsis y Fairfield se convirtió en la zona cero, ahí se perdieron la pista y se inició la mitad de esta película, según reza su título: el amor.
Cuando Joel descubre que Aimee está viva, pero en una colonia distante a 135 kilómetros, ya ha pasado un lustro y más, andan por los 24 años y, por supuesto, no se han visto, pero el impulso de Joel es irrefrenable y abandona el búnker, sale a la superficie y viaja en su búsqueda, armado con un arco y flechas, mientras el resto de sobrevivientes lo despide entre lágrimas y abrazos, debido a que ninguno apuesta por su vida, porque sus habilidades como héroe son nulas y en la superficie está la otra mitad del título: monstruos.
Esta película es una de las cinco nominadas al Oscar por Mejores Efectos Visuales, y el gran trabajo estuvo en las criaturas de sangre fría que mutaron por la lluvia ácida: un pez mascota devoró a su dueño y una polilla acabó con el Presidente de los Estados Unidos, porque los bichos, y también sapos y caracoles, entre otros, crecieron, andan con hambre, dominan la faz de la Tierra y ellos son, por cierto, los monstruos.
Joel, entonces, emprende una travesía imposible, donde logra la compañía de un perro, se encuentra con dos caminantes y sigue en busca de ese viejo amor, pese a sus imperfecciones como héroe, desde luego inseguro, mala puntería y en ocasiones se petrifica.
Esta es una aventura juvenil y bien narrada que nunca pierde el tono, y cuando amenaza lo empalagoso, surge el humor; y cuando parece tornarse grave y reflexiva, algo rompe el clima severo.
Estos quiebres narrativos demuestran la habilidad del director Michael Matthews, porque se asoma al drama o al recuerdo de la tragedia, ya sea por los familiares muertos o la agonía de un robot, pero inmediatamente lo esquiva, sale de la situación y así destroza el ánimo sentencioso que se anida en las sagas juveniles distópicas, tan llenas de metáforas, alegorías y advertencias.
Acá no hay grandes aspiraciones, sino las menores y las mejores: solo aventura, fantasía, amor y monstruos.
“Love and monsters”. EE.UU.-Canadá, 2020. Director: Michael Matthews. Con: Dylan O'Brien, Jessica Henwick, Michael Rooker. 109 minutos. En Netflix.