Podríamos querer que fuese un día como otros. El Viernes Santo nunca lo es, aunque ya no seamos religiosos. Ahora, menos. Todos estamos sufriendo, algunos al límite y de manera intolerable. Nos rodean la pena y la angustia, la sensación de irrealidad y aislamiento. Banalizarlas nos disminuye, humanamente. Un gran sufrimiento busca una dimensión más digna. De generación en generación, y hasta hace muy poco, la cultura occidental —nuestro ancestro mental y espiritual— encontró sentido a sus dolores en Cristo. Hoy nos enaltece todavía la música creada en torno a su pasión. También se han encontrado señales en el Apocalipsis. Uno de sus cuatro jinetes, el de la peste, se ha instalado hace un año aquí y en todo el mundo. Las cifras y las medidas prácticas, todas indispensables, no dan el ancho para los sufrimientos del ánimo.
“La muerte está en la taza/ en el plato sin mesa/ en la mesa sin casa/ en la casa sin pieza/ en la pieza sin gozo/ donde yace el esposo/ con su sola tristeza”. Los versos son de Rafael Rubio, de un libro llamado precisamente Viernes Santo. La peste ha traído furias, penas y soledades de dimensiones bíblicas a estos tiempos disminuidos, que prefieren hablar de otras cosas y de otras maneras. Muchísimos se han ido sin palabras, sin una mano, sin despedidas. Hasta los más recalcitrantes echamos de menos la capacidad de orar. Estamos presos en un léxico indigno de esta experiencia límite. Hay otros ámbitos menos chatos para estos tiempos difíciles de nuestras vidas, incluso en estos tiempos en que el tinglado de las religiones ha recogido cañuela, ha perdido presencia hasta un nivel inimaginable hace algunos años. Las resonancias de “viernes santo” no se limitan a su esfera.
En todas las culturas, los relatos religiosos unen, vinculan (aunque sea para oponerse a los de otra religión, a menudo en forma bárbara). Vinculan también con los ciclos de la naturaleza, reflejados en los ritos espirituales de distintos cultos, que siguen las estaciones del año. Vinculan y consuelan. En esos relatos, la muerte no se soslaya, se vive a fondo, como requisito y parte del camino hacia un renacimiento, un rebrote. La naturaleza nos daba esa estructura primaria. (Si destruimos los ritmos de la naturaleza, destruimos con ellos los relatos que ofrecían esperanza en la vida.)
“Aunque no crea en ti, mi Dios, te creo/ todo lo que me zumbas al oído (…). Eres lo que no soy, lo que me falta…”. Muchos tratados de teología negativa envidiarían esta formulación poética del joven Rafael Rubio. Nunca más oportuna que en estos días. A quienes desestimen esas palabras como “pura poesía” (tal como dicen, sueltos de cuerpo, que “todo lo demás es música”) les recuerdo que un libro de su estimado Habermas se llama La conciencia de lo que falta.