Después de mucho tiempo, la Iglesia ha sido noticia en los últimos días, gracias al Ministerio de Salud. El comprensible nerviosismo de nuestras autoridades las llevó a adoptar ciertas medidas sanitarias precipitadas, que lesionaron la libertad religiosa en aspectos importantes. Esta semana, un fallo unánime de la Corte Suprema empieza a poner un poco de orden ante las limitaciones inaceptables a esa libertad. Ella incluye, como dice la Declaración Universal de Derechos Humanos, la libertad de manifestar la religión en público y en privado por “la práctica, el culto y la observancia”. No es cuestión de suprimir el culto o someterlo a condiciones desfavorables respecto de otras actividades.
Sin embargo, estas noticias no impiden que los chilenos nos hagamos una pregunta elemental: ¿Cómo se explica el gran silencio de la Iglesia en todo este tiempo? Las razones son variadas.
La primera y más simple consiste en que muchos católicos, clérigos incluidos, piensan: “Después de la crisis de los abusos, ¿con qué autoridad vamos a hablar?”. Es un modo de razonar comprensible, pero radicalmente falso. Parte de la base de que antes sí podían hablar porque tenían un prestigio acumulado por largo tiempo gracias a figuras como el cardenal Caro, Gabriela Mistral o el Padre Hurtado.
¿Es verdad que uno solo puede transmitir el mensaje cristiano cuando posee una especial autoridad moral? No. La razón que lleva a un creyente a difundir su fe no es nunca un mero pedestal humano, por muy noble que sea, sino la grandeza de una verdad de la cual es un simple portador. Y hay un mandato imperativo de Jesucristo en orden a darla a conocer.
El clericalismo de los católicos de a pie es un segundo factor que influye en este silencio. Ellos parecen pensar que la salida de esta crisis depende de lo que hagan los sacerdotes. Por su parte, los curas esperan que actúen los obispos; mientras que estos, a su vez, aguardan que el Papa haga algo. Esta especie de mentalidad estatista y burocrática hace mucho daño a la Iglesia Católica. La iniciativa particular es sana no solo en el campo económico, sino también en la difusión de la fe. Francisco lo ha dicho reiteradas veces: basta ya de pensar que todo debe resolverse en Roma. Pero esta sana descentralización exige tomar responsabilidades que pueden resultar incómodas.
En tercer lugar está la falta de formación doctrinaria al interior de la Iglesia. Así, el silencio puede responder a que, a veces, no se tiene nada que decir porque no se conoce el mensaje y sus fundamentos. ¿Cuántos católicos se han propuesto leer un par de páginas al día del Catecismo de la Iglesia o al menos del Compendio, que está gratis en internet?
Otra causa del silencio católico es el desconcierto ante la realidad del mal. Hoy no faltan penosas defecciones de sacerdotes y de otros creyentes. Se alejan de la Iglesia porque piensan que en ella hay corrupción y que, además, no se toman todas las medidas que son necesarias para detenerla. Sabemos que en esta crítica hay mucho de verdad. Pero incluso en este caso se repite el error de siempre: se pertenece a la Iglesia porque hay ciertos líderes carismáticos o ejemplares. Como fallan o no cumplen su deber, me voy.
En nuestros tiempos ha renacido la actitud de los donatistas del siglo IV, unos herejes que pensaban que eran inválidos los sacramentos administrados por un clérigo corrupto. San Agustín la combatió con energía, porque se daba cuenta de que, con el pretexto de purificarla, lesionaban el núcleo mismo de la Iglesia. Tampoco faltan hoy los que quieren que ella sea un club de gente perfecta, o al menos que no desentone. Ojalá mejore el nivel de los católicos, incluidos los sacerdotes, pero eso no influye en las razones para pertenecer a la Iglesia. No estamos en ella por Benedicto, Francisco o Celestino, estamos por Jesús.
No faltan los que simplemente están desanimados ante el panorama de un país que se descristianiza y donde crece el anticlericalismo. Quieren esconder la cabeza y esperar que pase el temporal. ¿Qué pretenden? ¿Van a esperar cincuenta años antes de abrir la boca? ¿Le dejarán la tarea a la siguiente generación? Olvidan que buena parte de los problemas que aquejan a Chile son fruto de una crisis de sentido. ¿Por qué hoy muchos de nuestros contemporáneos se dedican a destruir o se refugian en una vida cómoda y frívola? Porque no tienen razones para actuar de otra manera; les falta encontrar un sentido para sus vidas. Y ante este panorama ¿los cristianos no tenemos nada que ofrecer?
También han aparecido los católicos virtuales, devotos de san Zoom, que olvidan que el cristianismo, particularmente en su vertiente católica, es absolutamente presencial y se nutre de cosas que se tocan, se comen y se oyen en vivo y en directo.
Finalmente, ante el avance de la secularización, ciertos católicos piensan que no está el horno para bollos, y que la gente de hoy es completamente insensible al mensaje cristiano. Dicho en castellano, nuestros compatriotas serían gente estúpida y corrupta, incapaz de entender el mensaje del Evangelio, que estaría reservado a unos pocos elegidos, que casualmente somos nosotros. Esa arrogancia, que explica tantos silencios, sí constituye una forma de corrupción y una soberana estupidez.