En medio de acusaciones cruzadas entre ex y actuales autoridades económicas de si la reforma de pensiones propuesta por el Gobierno es o no fiscalmente sostenible, ha quedado de lado la discusión de fondo de qué es lo que realmente queremos al respecto. Dependiendo de lo que se está discutiendo, determinados sectores del Congreso adoptan posiciones más o menos fiscalmente responsables.
Así, cuando se habla de retirar fondos desde las cuentas de ahorro personales para la vejez, el efecto en las arcas fiscales de esos retiros se deja de lado. Cuando se plantea que una vez más se debe separar el proyecto entre las modificaciones al Pilar Solidario y las que aumentan la tasa de cotización, vuelven a obviar el efecto fiscal que ello tiene. Ahora, la primera embestida desde la oposición frente a la propuesta del Gobierno es que no hay recursos para ello.
Más allá de si se encuentra o no financiada la propuesta, lo relevante es qué es lo que queremos financiar y luego cómo. Inicialmente la propuesta del Gobierno financiaba en un 100% un aumento de las actuales pensiones con un mayor aporte estatal, es decir, con recursos recaudados por impuestos generales. Después de negociaciones con parte de la oposición se acordó, además de mayores aportes desde impuestos generales, crear un nuevo fondo financiado con un nuevo impuesto al trabajo del 3%. Ahora, en una nueva negociación con la oposición, esta plantea aumentar aún más el impuesto al trabajo. Pasamos desde solo una reforma de pensiones a una de pensiones y tributaria.
El impuesto que se viene creando —por el momento— es de un 3% para todos los que cotizan en el sistema de pensiones, independiente de su nivel de renta. Ello contrasta con los impuestos que hoy existen a los ingresos del trabajo. El impuesto de segunda categoría, por ejemplo, que grava los ingresos percibidos por sueldos y salarios, es un impuesto progresivo —el que gana más paga más, ya que en la medida que aumentan los ingresos sube la tasa del mismo—. Así, quienes tienen una renta mensual del orden de $700.000 están exentos. En la medida en que va aumentando el ingreso, la tasa marginal va creciendo hasta un 40% para ingresos mensuales superiores a los $15 millones.
Ello lleva a que, en la práctica, por ejemplo, para el año 2019, el 87% de estos contribuyentes no pagaron impuestos por su trabajo y un 11% pagó una tasa efectiva máxima de hasta un 2,2%. Pues bien, de crearse ahora un impuesto al trabajo del 3%, todos los trabajadores, independientemente de su nivel de ingreso, deberán aportar proporcionalmente lo mismo. De acuerdo a estimaciones preliminares con ello se recaudarían $1.800 mil millones, más de la mitad de lo que se recauda por el impuesto de segunda categoría.
¿No sería más conveniente sincerar que esta reforma de pensiones ya considera una reforma tributaria creando un nuevo impuesto que probablemente sea de los más nocivos para nuestra economía? En caso de financiarse con impuestos generales, esto se haría en parte con impuestos que son progresivos, así como también con impuestos que gravan el capital, no cargando solo el mayor peso tributario a los trabajadores formales que cotizan en el sistema de pensiones. Adicionalmente se debe tener presente que este nuevo impuesto se introducirá a un mercado del trabajo por sí ya muy debilitado por la pandemia, lo que generará aún mayores incentivos a la informalidad y a la subcotización. Por ello, más que crear nuevos impuestos, lo que se requiere es un esfuerzo adicional en materia de reasignación de gasto para el financiamiento de mayores pensiones, tema que se ha planteado en forma transversal como prioritario.
Pero la creación de este nuevo impuesto al trabajo, además vuelve a introducir un componente de reparto a nuestro sistema pensiones, el que en el mundo se ha venido desechando como consecuencia de su falta de sostenibilidad, principalmente por el envejecimiento de la población. Chile no está ajeno a esa realidad. Mientras hoy se estima que en el país hay aproximadamente 2.460.000 adultos mayores (65 años o más), al año 2050 se estima que serán 5.420.000. Es decir, si hoy tenemos 5,2 personas en edad de trabajar (18 a 64 años) por cada adulto mayor, el año 2050 se estima que esa relación será de 2,3.
Si bien las estimaciones entregadas por el Gobierno hasta el año 2100 sostienen que el fondo que se crea podrá pagar los beneficios comprometidos, como los supuestos utilizados pueden variar a lo largo de los 79 años que contempla la proyección, queda la duda razonable de qué pasa si finalmente no resulta ser sostenible. ¿Deberá el Estado aportar mayores recursos? ¿Se deberá aumentar aún más el impuesto al trabajo? ¿Se ajustarán los beneficios a la baja? ¿Se elevará la edad a partir de la cual se puede acceder a estos beneficios en la medida que va ampliándose la esperanza de vida? Las respuestas a estas preguntas necesariamente deben ser parte de esta reforma, de forma tal de no endosarles a las futuras generaciones el costo político de estimaciones realizadas hoy y que mañana pudieran no darse.
Todo indica que una vez más la reforma de pensiones estará en el centro de la discusión. Pero mientras no estemos de acuerdo en el qué se quiere financiar, difícil será ponerse de acuerdo en el cómo y si es o no sostenible en el tiempo.