Walter Benjamin observó (en sus tesis sobre la historia) que detrás de todo documento de civilización se esconde un momento de barbarie. Y para no ir más lejos, Jorge Luis Borges, en uno de sus cuentos imaginó que detrás de todo héroe hay siempre una mentira. Igual cosa se aprecia en “El hombre que disparó a Liberty Valance” de John Ford. Allí el héroe es un impostor involuntario, una ficción.
Y Baquedano, sacado del plinto esta semana, no es una excepción.
Pero lo mismo puede decirse de cualquier sujeto erigido en bronce y encaramado a un plinto. Detrás de todo individuo cuyo valor se recoge en un monumento se esconde una vergüenza, en él se agazapan a la vez un civilizado y un bárbaro. En el triunfador de una guerra hay un crimen; en el político exitoso, una mentira; en el santo elevado a los altares, un pecado. No se llega a héroe sin crimen, ni se triunfa en política sin mentir, ni se logra la santidad sin pecado.
De ahí, sin embargo, no se sigue que el militar, el político o el santo no puedan ser representados en un monumento.
Porque un monumento no es un homenaje a un sujeto biográfico, una canonización de su trayectoria vital, sino que se trata de un reconocimiento de los valores que a él se adscriben (la raíz latina de la palabra monumento significa advertir, llamar la atención). Se erige un monumento para llamar la atención acerca de un significado o sentido que permite unificar una experiencia colectiva que de otra forma se desvanecería en el tiempo. Lo que se entroniza no es pues al sujeto y su vida, sino lo valioso que se aprecia en una parte de su trayectoria vital. No es pues la figura de Baquedano hoy, o de Frei o de Allende mañana, o de este o aquel santo lo que se entroniza, sino lo bueno que la sociedad decidió ver en lo que ellos hicieron o se empeñaron en hacer.
En suma, un monumento es una ficción tangible.
Por eso la decisión del Consejo de Monumentos Nacionales de retirar la estatua del General Baquedano es errada. No cabe duda de que el Consejo adoptó la decisión con el propósito de proteger la materialidad de la estatua; pero olvidó que no era la materialidad lo que estaba en juego.
Lo que estaba en juego era la ficción.
Si la estatua hubiere estado maltrecha por los estragos del tiempo, si un temblor la hubiese resquebrajado, o un grafiti ensuciado o envilecido, o un conductor borracho chocado, no tendría nada de raro y sería extremadamente sensato decidir sacarla de la vista del público y repararla. Dejarla allí en tales condiciones sería simplemente estúpido e irresponsable. La razón es que ni el tiempo, ni el temblor, ni el escritor de grafitis, ni el borracho, habría atacado a la estatua viendo en ello un desafío a lo que en ella se representaba. No habría entonces nada que defender, solo se trataría en este caso de reparar.
Pero si la estatua en cuestión estaba siendo deliberadamente dañada mediante actos rutinarios, citados con abierta publicidad en día y horas prefijados, actos ejecutados para poco a poco destruirla o destronarla arrojándola del plinto, y todo ello no como una forma de atacar a la estatua y el plinto sobre el que se erige (la estupidez no llega a tanto), sino como una manera de derruir lo que ella representaba (que no es la vida del sujeto, cabría insistir, sino lo que con ella se decidió subrayar), entonces lo irresponsable es consentir retirarla en vez de evitar (aprovechando que el intento tenía día y hora fijos) que se la siga dañando. Y es que en este caso, a diferencia del anterior, no había nada urgente que reparar, lo verdaderamente urgente era poner límites a lo que allí ocurre, o si se prefiere, lo dañado no era la estatua sino lo que su presencia simbolizaba y que era necesario reafirmar. Por eso si el Estado en vez de protegerla o cuidarla, decide, como ocurrió, tomar distancia y sacarla de allí, entonces el acto deja de ser sensato y adquiere el significado de una retirada de lo que ella simboliza o se transforma en la confesión involuntaria y flagrante de una incapacidad.
Y eso es exactamente lo que ha ocurrido con el retiro de esa estatua.
Ni quienes la dañaron, ni el Consejo que creyó protegerla, entendieron de qué se trataba todo esto.
No era Baquedano, ni era el bronce.
Todo esto es una muestra más de la confusión reinante: creer que la defensa de la materialidad de una estatua es equivalente a defender lo que ella simboliza, sin advertir que por salvar el caballo, el jinete y el plinto se sacrifica lo que mediante ellos se quería subrayar.