La escena ocurrió este viernes en el Palacio de la Moneda. Luego de una reunión convocada por el Presidente para analizar la situación de La Araucanía, se procedió a hablar con la prensa. Como es habitual, intervino el Presidente flanqueado por el resto de las autoridades, ministros y la presidenta del Senado.
Cuando ella se situó frente al micrófono y comenzó a hablar, el Presidente y sus ministros le dieron la espalda y comenzaron a retirarse. Y mientras la presidenta del Senado hilaba sus declaraciones, el Presidente y sus ministros chocaban sus codos y se despedían.
Hay pocas escenas que muestren con más elocuencia el carácter del Presidente y los problemas del Gobierno.
Desde luego, la escena revela, por enésima vez, el principal problema del Presidente: la carencia total de empatía, lo difícil que le resulta disponerse a atender a las razones y los puntos de vista ajenos. El Presidente es de esas personas que necesita audiencias, espectadores (por eso se le ve muy cómodo en sus cada vez más frecuentes intervenciones televisivas, puesto que allí se ve rodeado de un público a la altura de su imaginación), un corrillo que le asienta, o si es posible, le aplauda, o al menos guarde un silencio que parezca anuencia; pero prescinde con total naturalidad de interlocutores, porque parece creer que no puede haber nada muy valioso en ellos y que por eso oírlos más allá de lo estrictamente indispensable, es una pérdida de tiempo.
Pero, sobre todo, lo que puso de manifiesto esa escena es lo que se pudiera llamar la dimensión puramente performativa que el Gobierno, sabiendo que ya languidece, se ha dedicado a practicar. Una performance es una acción o conducta deliberada a la que se asigna algún contenido proposicional (una idea o concepto). Quien ejecuta la performance no explicita mediante el discurso ninguna idea, sino que espera que sea la conducta y el acto de habla puestos en escena los que, por el simple hecho de ser ejecutados, la manifieste. Habitualmente, la performance se emplea en cuestiones artísticas; ese campo donde el lenguaje queda desbordado por las emociones o por el inconsciente. Y desde luego, en la escena artística o crítica vale la pena.
Donde, sin embargo, se convierte rápidamente en un gesto vacío, puramente fantasmal, a veces ridículo, apenas teatral, algo que a poco andar no sirve de nada, es en política.
Y es lo que le está ocurriendo al Gobierno, que parece confundir Poder Ejecutivo con poder performativo.
Los anuncios de querellas frente a la violencia callejera, o la que ocurre en La Araucanía; la convocatoria a un gran acuerdo nacional; las reuniones para resolver la cuestión educacional, etcétera, son todos gestos cuidadosamente diseñados —pobres performances— para dar la impresión de que el problema de la violencia está siendo abordado; que los pueblos originarios serán reconocidos como sujeto; que el Gobierno podrá crear las condiciones para volver a clases, etcétera. Pero la ciudadanía, que mira estos gestos reiterados una y otra vez en televisión, sospecha, y a poco andar, lo confirma, que la violencia sigue allí (y que un segundo después que el Presidente anuncia querellas y condenas, la televisión mostrará el enésimo incendio); que el acuerdo nacional no tiene demasiado sentido, porque ningún gobierno necesita un acuerdo para cumplir y hacer cumplir la ley (que vienen a ser lo mismo, porque no hacer cumplir la ley es una forma de infringirla); que la vuelta al colegio acabaría en una simple tontería (porque como es obvio, con pandemia o sin ella, nadie necesitaba enterarse de que la decisión que el niño vaya o no a la escuela es de la familia), etcétera.
En suma, el problema del Gobierno es que a falta de discurso, de ideas y claridad en lo que tiene que hacer, o dejar de hacer o impedir, se haga o no se haga, ha creído encontrar en los simulacros de performance un sustituto. Y es probable que crea ver en ellos una manera de aparecer al mando del timón sin los inconvenientes que acarrea conducir el barco, algo que siempre supone el riesgo de un motín en la marinería, es decir, en el conjunto de los ciudadanos.
Así entonces, Adriana Muñoz, la presidenta del Senado, no debe sentirse ofendida porque el Presidente, acompañado de sus obedientes ministros (obedientes, en este caso, al precio de la descortesía con ella), le dieran vuelta la espalda, se dedicaran a chocar sus codos, y la dejaran hablando sola. Puede consolarse pensando que al menos ella tenía algo que decir, algo que bueno o malo, acertado o erróneo, suponía tomar algún riesgo y no se agotaba en el gesto vacío, puramente escénico, de una pobre performance.