Es casi temerario abrir un restorán nuevo en estos tiempos tan pandémicos que corren. Pero, ahí tiene Ud.: hay valientes que lo hacen. Hay que felicitarlos y desearles que vayan mejorando la calidad.
Porque, salvo casos especiales, la calidad inicial de casi todos los restoranes es meramente aceptable. No menos que eso: seguramente han hecho muchos ensayos y “apruebes” previos. Pero otra cosa es largarse a las fieras.
Sin sugerir que seamos una de ellas, hemos de dar nuestra opinión sobre “Luciano”, local bien montado en el gastronómico pueblo de Laguna (¡quién lo iba a decir hace 20 años!).
Evaluación general, para ir al grano: oferta aceptable, pero sin personalidad ni particular refinamiento; para gente que quiere comer, sin demasiados remilgos, lo acostumbrado. Esto último no está mal en absoluto: lo acostumbrado es lo que se apega a la tradición, fuente inagotable de futuros. Pero hay un “no sé qué”, un toque personal atinado y sin estridencias, que se puede ir agregando a la tradición culinaria.
Eso es lo que le falta a Luciano. Las cosas se hacen bastante bien, pero sin talento. Espere comer razonablemente, no comer estupendamente.
Los “ceviches tres sabores” para compartir (uno con trocitos de mango, otro igual sin trocitos de mango, y otro igual con ají amarillo) no se diferenciaban casi nada por el sabor, pero no estaban mal ($ 13.900). Con más “chifles” de plátano frito hubieran estado más interesantes, por la textura del chifle…
De la lista de platos (cuiden la ortografía extranjera, por favor), nos fuimos a las sugerencias. Una de ellas fue un “salmón thai” ($ 12.900) que de thai no tenía absolutamente nada, pero resultó ser un decente trozo de salmón, cocinado a la plancha con prudencia (no llegó crudito en el centro, como es mejor, pero estaba jugoso). La prudencia abandonó al cocinero al dejar demasiado rato la pieza en la plancha, con el resultado de que la piel del salmón, que es tan rica bien crujiente, llegó casi carbonizada. Las papas hilo, estándar.
El pulpo a la parrilla ($ 14.500): un gran trozo que llegó casi carbonizado (también éste) pero de una ejemplar blandura. Contornos: las consabidas hortalizas grilladas, y unas papas doradas que podrían haber sido más doradas y crujientes, y hubieran enriquecido las texturas de un plato de cosas blandas.
De los postres: un suspiro de limeña falsa ($ 3.900), cuyo merengue carecía totalmente de ese toque de oporto que constituye la chispa del plato. Y una perfectísima crème brûlée (escrita “broulée”), que es quizá la mejor que hayamos comido nunca ($ 3.900), con su costrita bien hecha de caramelo encima, hecha con gran destreza (no tenía rastros de amargor, no obstante estar el caramelo de color oscuro).
Buena atención, eficiente y ágil. Carta de vinos algo restringida pero suficiente para lo que se ofrece de comer. Y a buen precio. Estacionamiento en la calle.
Carlos León Briceño 737, Laguna de Zapallar.