En el municipio londinense de Camden, en su mayor parte, se ubica el gigantesco parque de Hampstead Heath, uno de los más antiguos y concurridos de Londres y un milagroso refugio para la vida silvestre dentro de la ciudad. Además de la vida al aire libre, deportes, paseos y picnics, el parque dispone de tres estanques —uno para mujeres, otro mixto y otro para hombres— que proporcionan al londinense buenos lugares para nadar en primavera y verano. Mientras los estanques para mujeres y el mixto cierran en otoño e invierno, la Corporación de la Ciudad de Londres autoriza que, de modo excepcional, el estanque para hombres de Highgate —que tiene un acceso cercano a la calle— permanezca abierto durante el invierno para satisfacer la increíble tozudez de un pequeño grupo que desafía las inclemencias del clima y la frialdad creciente de las aguas para continuar practicando el maravilloso arte de la natación.
Entre ese grupo se cuenta el poeta, ensayista, jugador de póker y montañista inglés Al Alvarez. Alvarez lleva cerca de 60 años concurriendo a esas piscinas naturales desde que su madre, a los 6 años, lo llevó por primera vez al Estanque Mixto, el lugar de su infancia, el paisaje de toda su vida. El periodo de su vida que cubre este libro (2002 al 2009) se ubica, sin embargo, en el otro polo vital, la vejez, no sólo por la edad del autor (entre los setenta y los ochenta) sino, sobre todo, por el deterioro corporal que de modo progresivo va aflorando en sus páginas.
Al Alvarez —que murió en septiembre del 2019— desplegó una figura de escritor que no concuerda con el modelo convencional del escritor profesional actual —un escritor de oficina, puertas adentro, libresco—, sino que podría considerarse como el último representante de los autores “vitalistas” de la primera mitad del siglo XX, cuya fuente de creación es la energía juvenil que mueve a la acción, el riesgo, el sexo y el viaje. La vejez, en esa perspectiva, no puede ser sino padecida como etapa de terrible decadencia. Así aparece en estas páginas el hombre y el escritor desmoronándose, pulverizado poco a poco por el paso del tiempo y los achaques en toda su vanidad de hombre vital y atlético que hasta hace no mucho se jactaba de hacer cima en cubres por las vertientes más difícil de ascender. Alvarez lo sabe, lo dice y este libro es, así, un lúcido y honesto ajuste de cuentas consigo, una suerte de testamento, brillantemente escrito, en el que, a pesar del tema, se reitera y confirma su amor y afirmación total de la vida.
En su libro En el estanque (Diario de un nadador) hay imágenes y afirmaciones punzantes acerca del envejecimiento, pero lo que más impacta, de entrada, es como este es puesto en escena de manera progresiva a través del lenguaje. No solo se refiere a él, sino acaece en el libro mismo. Lo vemos suceder con sus palabras. El formato de diario escogido es, formalmente, un gran acierto literario, porque cada entrada con la fecha y la temperatura del agua juega el papel de un fotograma de una película cuya cámara principal, casi única, se enfoca hacia el estanque de Hempstead Heath donde Alvarez concurre a nadar casi diariamente durante los 9 años que abarca el diario.
Esa es la restricción a la que se somete estrictamente y es, dentro de ese encuadre, donde vemos aparecer, al principio como un ligero malestar en un tobillo, el trabajo implacable de la corrupción corporal. Este diario no es una “crónica de chapuzones”, como él mismo la descalifica en las primeras páginas, sino la conmovedora bitácora de una resistencia y de un resistente: la natación en el estanque, sobre todo en los días más fríos del invierno, con el agua casi congelada, cuando ya invalido tiene que ser arrastrado hasta el borde del muelle, lo revitaliza físicamente y es el madero al cual se aferra su espíritu y la señal de coraje de un valiente que no acepta la derrota y juega la partida hasta el último aliento. “He aquí la paradoja —dice—, el cuerpo se pone cada día más fastidioso en el momento exacto en que el mundo, del que estás por despedirte, se vuelve más lindo, más conmovedor, más placentero, más deseable”.
Ese descubrimiento es la gran lección que el autor inscribe en estas páginas únicas. Por sobre el trasfondo oscuro de la vejez pone de relieve con una prosa impecable la belleza de la naturaleza del estanque, los sutiles cambios que regalan las distintas estaciones y horas, el regalo de la amistad y del amor de su esposa, la frescura del agua cortando su cuerpo enfermo, pruebas de que, a pesar de todo, la vida merece la pena de ser vivida.