Singular. Así es este lugar en el sector de Matta Sur, ubicado en la calle que le da su nombre, entre Carmen y Sierra Bella. Singular porque se trata de una casa antigua, decorada con harto hallazgo nostálgico, con su cuota de secretismo en la llegada (no hay cartel) y con una encantadora niña chica corriendo entre las mesas. Es como una casa abierta al público, la del amigo artista, con un patio interior emparronado y esos detalles —servilletas hechas de coloridos paños de cocina, una vajilla como para robársela— que luego van dejando en claro que no se trata de un mero abajismo ondero, sino de algo con sabor más intenso. Cuando se explora un poco más, o se escucha el discurso relacionado con los pequeños productores involucrados con lo que se come, se configura una teoría que —y es vital— tiene un eco sabroso. Eso sí, vaya una advertencia para llegar: hay arreglos en Matta con Vicuña Mackenna (con tacos descomunales) y, también, la misma calle es algo solitaria para estacionar (por si sufre de rushes de paranoia). Eso. Y reserve antes de ir, también.
En fin. La carta, en una pizarra (sin esos códigos escaneables, gracias), ofrece tres entradas, tres fondos y un par de postres. Como en esta ocasión se dejó al conejo en casa, fue casi todo muy carnívoro. Lo único sin mugido fue una pastelera ($6.000), servida en una hoja abierta de choclo, más a la usanza de la humita en chala (aunque el contenido no era compacto, obviamente, ya que era pastelera, ligeramente caramelizada además). De comparsa, un minipuré de ají y un par de trozos de choclo bien coloridos, y no de los dulzones americanos. Al lado, un tomate entero asado, tampoco de los larga vida. Entonces, eso, claramente: se nota la camiseta puesta con eso antiguo que hay que cuidar para que siga en nuestras mesas. La otra entrada, unas mollejas (fue el día del colesterol, a $7.000), con un algo de corazón por ahí (literal), un trozo de durazno que complementaba de maravilla, porotitos y hojitas de kale fritas. Perfecto.
Para el registro: ni porciones de degustación ni con baranda en el plato.
Los fondos exhibieron, nuevamente, la mano de “los amigos sí se comen”. Primero, unas charchas (o carrilleras, si despertó fino, $9.000), con unos hongos shiitake salteados justo justo, algunos verdores y hasta una morilla entre medio (hongo caro, que apareció como un easter egg de videojuego, vaya). Lo otro, es de esos platos de amor u odio: un trozo de panceta ($10.000), blando y con un tercio de carne magra, porque el resto… amor, que mata. Por suerte el complemento: un acompañamiento hecho a base de guindas de sabor acidito, complementaba.
Los postres, que llegaron junto con los cafés (oh, maravilla), fueron un dulce —y no dulcísimo, lo que fue fantástico— flan de leche con algo de crema y el punto bajo de la experiencia: un semifreddo de sandía que no era tal y que no sabía a la fruta, con un helado de tomate que, la verdad, es un claro ejemplo de cuando la teoría se come a lo práctico. De cuando el experimento pone el foco fuera de lo que este restaurante tiene y mucho: el sabor humano.
Santa Elvira 475. 9 4111 6000.