El recientemente fallecido productor musical Phil Spector inventó algo llamado “muro de sonido”. Esto se traducía en múltiples capas de audio, diversos instrumentos —a veces inesperados— y una manera de convencer o llamar la atención que operaba tanto por complejidad como por una cuota de agotamiento. La cocina de Verde sazón funciona así, por lo que cualquier no vegetariano quedará apabullado y vencido ante la evidencia de que lo vegetal no es sinónimo de fome. Esto funciona de maravillas al comer un par de platos, pero al insistir con más opciones de su carta se comienza a sentir un arreglo musical parecido —tan complejo como apabullante— y sin sabores solistas. De hecho, de esta experiencia fue el marcado acento de la tortilla de maíz lo más reconocible como individualidad. Porque hasta las manchitas y polvitos decorativos —abundantes también, lo mismo que el aporte de hartas flores del jardín— van sumando al muro de sabor.
En fin. Con una atención en extremo atenta y su interior remodelado (aunque vacío, por las circunstancias de aforo), fue una experiencia impecable y rápida, considerando además el lleno total de sus mesas. Realmente, para estos tiempos estresantes al máximo, la maquinaria de este restaurante no manifiesta agotamiento alguno. Sorprendentes.
Luego, los platos. Primero, unos “verde nigiri” ($8.900), bolitas de arroz rellenas —de queso crema— y fritas con panko, cubiertas con una lonja de pepino encurtido agridulce, un porongo color betarraga que —según el guion— debiera ser de kimchi (lo dudamos), y luego un trocito de “sashimi” de pomelo (o sea, crudo, ¿no?). Todo esto sobre una mancha de wasabi, lo que sumado al kimchi sería… un muro de sabores picantes que, por fortuna, no lo son, por su pequeño aporte. Salvados. Eso sí, señores del Verde sazón, la bolita de arroz frita entraría más en la categoría de los yaki oniguiri más que entre los nigiris, por si les interesa.
El otro entrante también funcionó por acumulación de sabores: un tiradito de seta de cardo (esa de tallo gordito, encontrable en los supermercados orientales), dispuesta sobre un puré de palta con wasabi y cubierto con un cebiche picadito de verduras ($8.200). Entre lo alimonado y un toque de miso (esa pasta en base de poroto de soya), espolvoreada con maíz cancha y petalitos de flores, nuevamente abundante y convincente.
De los segundos, uno que viene en japonés en la carta, y que en la boleta aparece como “no es sushi” ($8.800). Y efectivamente: es una croqueta de arroz grande (de la misma familia antes mentada), rellena, con palta laminada encima, algo de ese kimchi que parece de hospital, y una flor encima (¿es realmente necesario?). Al lado, nueces en trocitos y algunas hojitas fritas. Abundante, rico, aunque el otro plato, unas tortillas de maíz con falafel ($7.700) fue lo mejor de esta experiencia. Porque se sentía el sabor de la base, del relleno, del ají y la cebolla en escabeche y de la salsa de yogur. Maravilloso.
El postre, llamado “Se me cayó el cheesecake” (que pensábamos original, hasta que dimos con el “Ups, se me cayó la tarta de limón”, de Massimo Bottura), es un dulce desparrame de masa hecha de frutos secos (a $5.800), con el cheesecake y tres salsas: de berries, maracuyá y arándanos. Relajante al máximo. Y llegó junto con el café, como fue pedido, lo que es digno de aplauso (ni se imaginan las pocas veces en más de veinte años).
En resumen: muy rico, pero una pizca de minimalismo a lo Marie Kondo no les haría daño.
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