Es gran cosa cuando uno le dice a la cocinera “¡Hazme un bistec!”, y ella sabe cómo hacerlo, y va y lo hace. Y resulta que te comes el bistec de tu vida.
Pues eso es lo que nos pasó en el restorán del Hotel Isla Seca, de Zapallar, que está a medio abrir, queriendo. Qué terribles han de ser para los “restauradores” las actuales circunstancias. Ya es mucho que puedan abrir con las miles de normas que se les imponen y las pocas gentes que circulan.
Bueno: para ser francos y para agradecer el que atiendan, hemos hecho vista gorda de la lentitud del servicio, de la ausencia de productos y platos anunciados en el “menú” (ese cuadrito de jeroglíficos al que hay que sacarle un retrato con el celular), y de algún otro detalle más (digámoslo, para que no nos atore: la musiquita ambiental del comedor es tan monótona que termina crispando los nervios: ¡varíen, por favor!).
Pero estar en esta situación anormal tiene también sus ventajas: como acompañamiento de nuestro bistec había un “risotto” de mote, cuyo solo enunciado ya nos repelió: ¡dejen en paz al mote, háganlo a la chilena, pero no lo italianicen ni lo metan a la fuerza en cualquier parte! Vamos al bistec: la carta anunciaba ese acompañamiento, pero lo cambiamos (ventajas de ser los únicos comensales) por el de un salmón, un gratin Dauphinois: unas agradables papas con queso, pero que de “Dauphinois” no tenían nada (el gratin “Dauphinois” no lleva queso; sí lo lleva el “Savoyard”…). En fin, el bistec, caramba: llegó un filete enorme, que ha de haber sido más de la mitad de un filete entero (aunque lo cobraron, vaya Ud. a entender, como “filete de lomo”), hecho a la más perfecta perfección, con su toque de ajo, de romero, con unas cucharadas de excelente reducción de jugo de carne, un punto de cocción perfecto (sobre el que nadie nos preguntó, pero llegó igual) y unas miniverduritas (coliflor, siempre amada, tomatitos, brocolicitos, etc.) asadas. ¡Qué impresionante bistec! ¡Imposible detenerse sino hasta que se acabó, no hubo más, “te llamabas”! Esa sola pieza de carne ($14.000) hace merecer una medalla a la mano que la cocinó.
El resto estuvo bien. Un carpaccio de salmón finamente ahumado ($13.000), con unas perfectas tostadas, algo breve en el plato, a decir verdad; unas enormes brusquetas, en rico pan crujidor, levemente tostado, con “ratatouille” que no era “ratatouille” (la auténtica tiene “courgettes”), más un desubicado toque de queso de cabra ($6.900) que le dio un poco sentador saborcillo rancio (pensamos al comienzo que era cordero…); unos correctos ñoquis con salsa de tomate ($8.500) y una tan buena como infaltable crème brulée ($5.500). ¿Para qué enredarse con nombres franceses de platos clásicos, especialmente si no son los auténticos? Carta escueta. Algunos vinos finos y caros. Lugar precioso. Comedor, desangelado.
Hotel Isla Seca, Zapallar. Ruta F 30 nº 31.