En la capital de la más longeva y estable democracia de América, la violencia intentó torcer uno de los ritos más vitales a ese sistema de gobierno, como lo es el conteo de los votos y la proclamación del vencedor de una justa electoral. Impresiona, pero no sorprende, lo ocurrido en Washington el jueves. Desde hacía ya meses el Presidente Trump, con retórica inflamatoria, venía poniendo en duda los sistemas de votación remota que se emplean en varios de los estados. Producidos los recuentos, no solo desconoció su derrota sino que afirmó que jamás la reconocería; para finalmente hacer discursos incitando a la violencia. No se trataba ya de acciones legales para pedir la intervención judicial y se volvieran a contar los votos, sino, como afirmó el excandidato republicano Mitt Romney, se estuvo frente a una insurrección incitada por el Presidente de los Estados Unidos.
La bencina aterrizó en un grupo de violentos que se definen como los “tipos orgullosos”. Entre Trump y ese grupo no solo hay afinidad ideológica y no es ella la que sirve para entender sus conductas. Es otra característica lo que explica la pertinacia del uno a no aceptar que puede ser derrotado y la violencia de los otros. Lo común en ellos es un ingrediente que hace parte de todos quienes ejercen la violencia política aquí, allá y en cualquier lugar: se trata de la soberbia; esa conciencia y convicción de ser superiores, de defender una causa noble y urgente, y de estar el colectivo en un grave riesgo por la acción de un grupo de enemigos despreciables, a quienes hay que vencer a cualquier precio. El líder de esos orgullosos explica su causa como la salvación de Occidente y se autoidentifica como guardián de sus valores.
Predicada la propia superioridad moral, el paso a la violencia se desliza por un resbalín directo. Para el líder, los votos no pueden valer lo mismo ni erguirse como impedimento de su misión, pues él está destinado a que lo aprecien y lo voten. Las reglas del conteo de votos no son superiores a su orgullo ni pueden ser cortapisa de su acción salvífica: “Hacer a los Estados Unidos grande nuevamente”. La indignación contra quienes se oponen a sus designios no solo resulta justificada, sino que es exaltada como una virtud y una guía de la acción política.
La violencia política es un acto de soberbia, que intenta justificarse en la afirmación de una supuesta superioridad de quienes la ejercen, por sobre sus congéneres.
La democracia tiene muchas y diversas formas de distribuir el poder, de emitir y de contar los votos, pero conoce y aplica un solo sistema para reaccionar a la violencia política, cual es la de sancionar a sus autores e instigadores. No hacerlo equivale a no defender la igual dignidad, la deliberación y la regla de mayoría, único sistema legítimo de resolver las diferencias.
La democracia no solo tiene la legitimidad, sino el deber de reaccionar con el sistema punitivo en contra de quienes se alzan contra sus reglas y contra la igual consideración de cada uno de sus ciudadanos, piedra angular en la que descansan esas reglas.