Las necrologías son un género periodístico cultivado con primorosa delicadeza e ingenio en algunos medios de prensa a tal punto que, independientemente de la mayor o menor fama del difunto, algunas de ellas se constituyen en esmeradas piezas literarias con un valor en sí mismas, las cuales un lector puede apreciar haya o no conocido al personaje que la motivó. En definitiva, tras ese logro, subyace la hipótesis, bastante probable, de que la capacidad de definir en un texto breve y sintético toda la trayectoria de un mortal es indicativa de un talento literario mayor. Y, todavía más, también opera en ellas la sabiduría, que aparece formulada ya en un célebre pasaje de Heródoto, de que la vida de una persona solo adquiere un sentido que puede ser descrito con propiedad cuando acaece el final, su muerte. Solo entonces, cuando está acabada y puede ser vista desde la integral perspectiva de esa muerte, se configura y adquiere claridad su argumento antes escurridizo en medio del cúmulo caótico de peripecias de cada existir.
De este género se apropia, de un modo muy personal, Roberto Castillo, en Muertes imaginarias, cuya lectura resulta, a contracorriente de la usual solemnidad del género, a menudo divertida y recorrida por un singular y perspicaz sentido del humor. Este atractivo desajuste proviene de la original mixtura que realiza el autor del género de la necrología antes referido con el aquel otro, de amplia y exquisita tradición literaria, de la “vida imaginaria”. Así, bajo la apariencia de una colección heterodoxa de necrologías, el autor ofrece al lector 14 relatos biográficos en los que prevalece la ironía en el plano interno de las relaciones entre los personajes y sus peripecias, y también el plano del vínculo entre el narrador y el lector.
Castillo rompe las convenciones del género de las notas necrológicas y también de las “vidas imaginarias”, y el lector debe en cada relato enfrentarse a una manera distinta e inesperada de tratar narrativamente la muerte de los distintos protagonistas. La variedad de estrategias formales desplegadas es bastante sutil en la amplitud y variación de registros del lenguaje, desde una voz culta e ilustrada hasta otra informal y popular; desde un relato biográfico más convencional a una viñeta breve y abierta; de textos con la forma de cuento a otro en que apela a la forma de diálogo, entrevista o pesquisa periodística. Esta permanente sorpresa en lo formal le concede especial atractivo a este singular libro, porque el suspenso —que no lo hay desde el momento que todos los relatos terminarían igual— se traslada a la manera en que la muerte va apareciendo y se verifica, y al modo cómo esa muerte se enlaza con la vida del personaje.
Castillo ofrece relatos ejemplares de lo que suele llamarse una “muerte propia”, como el inicial, del experto en serpientes que muere víctima de una picadura de serpiente, o de “muerte impropia”, la del boxeador Huerta Sandoval, o las que acaecen a consecuencia del virus o “la peste”, pero siempre está poniendo en entredicho esa distinción rilkeana, ya que, por momentos, sus relatos parecen hablar oblicuamente de la propiedad (o impropiedad) de toda muerte, y en no pocos de ellos la muerte no es aquel golpe final que cierra la jornada vital, sino una sombra oscura que se cierne permanente, un deterioro, un vacío, una inminencia. La variedad formal que Castillo despliega en estos relatos se condice, entonces, con la multiplicidad de insospechadas configuraciones con que la muerte está adviniendo en la vida de los personajes, lo cual no puede sino espejar solapadamente sobre el ánimo del lector.
Los relatos de Castillo le sirven para abordar ciertas aristas como el absurdo, la soledad e incomprensión del oficio artístico —entre los personajes hay varios escritores, pintores, músicos— y, sobre todo, para referirse a Chile, de un modo crítico e indirecto, porque el lazo que cada personaje mantiene con Chile es una constante en todos los textos, a veces muy lateral, y en otras es el nudo que ata y desata la vida del difunto. Se podría decir que el autor proyecta, siempre de manera irónica, a través de estos relatos, una visión acerca de la muerte de Chile, la necrología de una nación, la manera en que la muerte se ha hecho carne en nuestra historia, no en el sentido literal y antropológico de nuestros ritos funerarios, sino en la amplia forma en que penetra en nuestra cultura como gesto, comportamiento, negación y exclusión.
Castillo no tematiza, muestra narrando con soltura, gracia, chispa y sorpresa. Muertes imaginarias juega inteligentemente con los bordes inestables de la ficción y la realidad, porque le interesa involucrar al lector en su estratagema, sentarlo a la mesa de la narración, la mesa donde se juega la célebre última partida de ajedrez.