¿Es la nueva Constitución el remedio para los males de la política que los partícipes de estas conversaciones constatan?
Es de temer que no, al menos no del todo.
Hoy, no es novedad, los ciudadanos miran la política y asisten a ella con desilusión creciente. Lo confirman estas conversaciones que tienen un aire de familia —todo hay que decirlo— con los cabildos de la expresidenta Bachelet o con las investigaciones del PNUD solo que ahora con pandemia (es de esperar sí que no tengan igual resultado). En cualquier caso, lo que cabe preguntarse es cuáles son las fuentes de esa frustración y si acaso la Constitución está entre ellas. En materia de estudios de opinión siempre hay que dar dos o tres pasos atrás —como quien mira un cuadro en perspectiva— antes de apreciar sus resultados.
Veamos.
Si en el siglo XIX y la primera mitad del XX todavía era posible imaginar la vida social como conducida por las políticas estatales de manera que ella aparecía moldeada por estas últimas, entrado ya el siglo XXI, la situación es muy distinta. Hoy la sociedad se ha diferenciado funcionalmente y parece carecer de un centro que gobierne el conjunto. El sistema económico ya no está subordinado al sistema político (piense usted nada más en la globalización de los mercados); la cultura pública (que en la segunda mitad del XIX era moldeada por la escuela o las élites ilustradas mediante la prensa) hoy día se configura por miles de mensajes que transitan en la nueva infraestructura de la comunicación; la comunidad nacional (que se construyó gracias a un proceso de aculturación conducido en buena medida desde el Estado) ha sido sustituida por una memoria que recupera la diversidad. En suma, lo que llamamos sociedad es hoy una serie sucesiva de tareas que se realizan sin coordinación central. Este fenómeno ha distanciado las expectativas que la gente cifra en la política y la capacidad de esta última para satisfacerlas. No es que los políticos se hayan vuelto malos, estúpidos, ciegos o egoístas (aunque en ella hay unos cuantos malos, ciegos, estúpidos y egoístas): es que hoy día a pesar de sus empeños carecen de poder para moldear la vida colectiva.
Se suma a lo anterior, el hecho de que las fuentes tradicionales de la legitimidad de la política también se han erosionado. Una de ellas, el principio de representación; la otra, la provisión de bienes por parte del Estado que el político ayuda a gestionar. En ambos planos, las cosas se han puesto difíciles.
La representación es hoy más débil porque el clivaje de la política ha cambiado. Ya no es ni la posición en la estructura de clases, ni lo que pudiéramos llamar el clivaje de la transición (el viejo sí o no a la dictadura). Hoy las preferencias del electorado son menos estables y más cambiantes. Si no ¿cómo explicar que en estos días las preferencias parezcan inclinarse por Jadue o Lavín?
La provisión de bienes que se espera del Estado (salvo los bienes urgentes de pensiones y salud a los que todos aspiran) son también más difíciles. Si usted escucha lo que se ha manifestado luego del 18 de octubre, ellas incluyen una amplia gama de demandas culturales que no está en manos del Estado satisfacer.
Ninguno de esos factores que se acaban de enumerar pueden ser resueltos —no hay que engañarse— por una nueva Constitución.
¿Significa eso que la nueva Constitución será inútil? Por supuesto que no.
Desde luego, el debate constitucional ayudará a reverdecer la importancia que para una sociedad democrática posee la deliberación, esto es, la práctica de formular las razones que apoyan el propio punto de vista y dejarse persuadir por las ajenas. Recuperar la deliberación no resolverá un problema que tiene múltiples factores, pero ayudará a morigerar la frustración.
Junto a lo anterior, las nuevas reglas podrán ayudar a que la política recupere algo de su importancia. Hoy algunas reglas constitucionales son excesivamente rígidas y restringen el debate en cuestiones de política pública. Abundan los quórums que van más allá de la simple mayoría. Acabar con esa rigidez exagerada puede ayudar a que la política posea —dentro de ciertos límites dados por los derechos fundamentales— mayor incidencia y no se vea obligada a resquicios para hacerse notar.
Lo que sí las reglas constitucionales no lograrán, será proveer políticos virtuosos tal como parece entenderlos la gente. La virtud del político (lo sabían Maquiavelo, el cardenal Mazarino o el padre Ribadeneyra) no es la misma que la de la gente de a pie. Lo que a esta última se antoja un defecto (la astucia, la negociación excesiva, el pragmatismo que obliga a retroceder, a veces la inconsistencia entre lo que se dice y se hace) en el político son a veces virtudes estimables. Esta distancia entre lo que la gente estima virtud y lo que la política reclama, se mantendrá.
En suma ¿el cambio constitucional curará la decepción que los partícipes de estos diálogos muestran?
No del todo porque, como queda dicho, las causas que provocan la frustración con la política tienen que ver con las condiciones de las sociedades contemporáneas, no solo con las reglas locales. Y en cualquier caso hay que tener cuidado con exagerar las virtudes de un cambio constitucional, o con lo que se espera del mar sin orillas de una conversación abierta, porque ello en vez de curar la frustración puede, en el corto plazo, incrementarla.