En el mundo que plantea Lorrie Moore en esta, su primera novela (publicada originalmente en 1986), existen algunas constantes fundamentales e innumerables determinaciones circunstanciales y accidentales de experimentar esas constantes. Entre las constantes están la soledad irrevocable del ser humano, su extrema vulnerabilidad, la búsqueda inútil pero incesante del amor y el recurso a la imaginación para intentar colmar, al menos parcialmente, el desajuste absurdo en que se despliega la existencia humana. Si a cada una de estas constantes se le asignara una letra y la vida de cada cual pudiera expresarse en una palabra, estas letras concurrirían siempre, reiteradamente, en distintos órdenes en el nombre que nos define. Esos son los anagramas. En esta visión, el aprendizaje pasa por aceptar el carácter permanente e intercambiable de aquellos invariables, de modo que la definición de la propia identidad se juega en los intersticios circunstanciales, diversos, episódicos y concretos de cada cual, moldeables por nuestra sensibilidad, imaginación y determinación.
Para desarrollar narrativamente esta visión, Moore propone cinco variaciones de un mismo tema, siendo la quinta, que ocupa dos tercios del libro, la variación que permite leer todas las demás. En estas versiones, replicando el esquema anagramático de la existencia humana, se dan ciertas constantes narrativas básicas —los personajes—, y el resto —la trama— se modifica como si la autora quisiera abrir la mente del lector a las posibilidades paralelas que yacen en la vida de cada cual y también, como en un espejo, las distintas opciones que tiene el autor como punto de partida para diseñar una historia escurridiza, siempre distinta y siempre la misma.
Respecto de esta novela de Moore —también de otras obras suyas—, es pertinente la reflexión de Marguerite Duras en
La vida material: “Escribir no es contar historias. Es lo contrario de contar historias. Es contarlo todo a la vez. Es contar una historia y la ausencia de esa historia. Es contar una historia que sucede debido a su ausencia”. El vínculo amoroso entre Benna y Gerard, los protagonistas de este relato, puede seguir distintas líneas de acción, pero siempre en el marco de aquellas inevitables constantes, que, en cuanto invariables, carecen de historia, son lo inmóvil, lo ausente, lo que no admite disipación, crecimiento, transcurso ni fluidez. Sobre ese fondo —indudablemente oscuro y triste— Moore teje la filigrana contingente y efímera de la existencia de sus personajes, filigrana en la que aparece una cotidianidad representada con exquisita verosimilitud.
Así, como retratista de las horas intermedias, de los momentos y acciones menores, de las rutinas diarias de la vida en una gran ciudad, de la existencia y las vicisitudes de mujeres y hombres comunes y corrientes cuyo único heroísmo consiste en resistir en medio de la soledad, Moore es una maestra. La belleza de la trivialidad, la ternura y el cariño que se posan invisibles en la conversación mil veces repetida entre dos amigos o dos amigas, los pequeños juegos inventados entre una madre y su hija, las insatisfacciones, quejas e ilusiones que se traban en el trabajo, las promesas, equívocos y alegrías de la pasión amorosa, las sombras y luces del pasado familiar, todo a la vez, como dice Duras, lo incorpora con inteligencia y gracia la escritora norteamericana. Es fácil que en este libro el lector pueda, por lo mismo, identificarse con estos personajes tan cercanos y descritos en su quehacer y peripecia en nada excepcional o extraordinaria. La prosa de Moore es llana, ágil, muy atinada e iluminadora en el uso de símiles —un recurso constante, eficaz y original— y con un permanente empleo de un humor ácido que va de la ironía al chiste, de la frase aguda que opera como un latigazo imprevisto de sarcasmo que sacude al lector a la construcción de una situación de absurda comicidad.
La novela plantea también una lectura metaliteraria acerca de la naturaleza de la ficción y es virtuosa a la hora de demostrar que un lector, aunque advertido, suspende su incredulidad y se deja llevar por una ficción que interpela profundamente y con sinceridad su propia realidad. El narrador de Moore, a pesar de hacer visible el carácter ficticio de lo narrado, se gana la confianza del lector de inmediato por su manejo experto de la verosimilitud, un recurso clásico operando en medio de una novela con guiños vanguardistas. No en vano la protagonista —en el relato central— es una profesora de literatura que poetiza su propia existencia y mantiene una relación entrañable con una hija y una amiga imaginarias, cuyo carácter imaginario se torna irrelevante en la medida que es tan verosímil y concreto, y porque pareciera ser que, en esa capacidad humana de reinvención parcial de su circunstancia, usualmente tildada de locura, la autora percibe un refugio, una vía de salida incompleta pero legítima a nuestra soledad radical.