“Triunfó la esperanza sobre la experiencia”, habría comentado el Dr. Johnson, personaje de otros tiempos, cuando supo de un conocido que contrajo matrimonio casi inmediatamente después de enviudar. Igual cosa podría decirse del plebiscito del domingo pasado.
La esperanza, depositada en una futura Constitución, triunfó arrolladoramente sobre una experiencia de treinta años que, por métricas económico-sociales de común aceptación, quizá sea la mejor de nuestra historia. Si bien las magnitudes sorprendieron, no fue sorpresa que ganase la esperanza. Después de todo, la experiencia, limitada por la realidad, siempre incluye una cuota no menor de frustración. La esperanza, en cambio, un estado de ánimo emparentado con la imaginación, “en que se nos presenta como posible lo que deseamos”, no conoce límites. ¿Quién podría oponerse a la esperanza?
No es sorprendente que, después del plebiscito, todo el mundo se haya declarado esperanzado, incluso los perdedores, aunque tratándose de estos últimos, atendiendo tamaña derrota, quizá se refieran a la esperanza en cuanto a virtud teologal. En cualquier caso, unos y otros señalan que ahora viene el debate de las ideas, para construir juntos el Chile que anhelamos.
Sin ánimo de aguar la fiesta, quizá sea hora de introducir alguna dosis de realismo.
La Constitución que despedimos el domingo pasado, por su inspiración liberal, contenía múltiples provisiones de derecho que protegían al individuo del asalto mayoritario. Esa era su esencia.
Consecuentemente, el proceso que se avecina, de comienzo a fin, será un asunto de poder. Lo que está en juego es el traspaso de una cuota de poder, no sabemos qué tan grande, desde el individuo al colectivo, representado este último por el Estado, administrado por los políticos de turno.
Será la composición política de la Convención, no el debate de ideas, lo que definirá los nuevos contornos del poder. Ningún experto convencerá a un socialista que la función social de la propiedad, en materia de recursos naturales, por ejemplo, no debe ser ampliada, porque de eso trata precisamente el asunto, de redefinir los contornos de poder. Redibujados aquellos, podrá haber algún lugar para el debate experto o de ideas, si predomina cierta moderación y algún grado de ilustración. Continuando con el ejemplo de la función social de la propiedad, esta podría ser tan profusa que haga del derecho de propiedad letra muerta, sepultando el crecimiento, o bien algo más acotada, de modo que sea congruente con el desarrollo. Ese tipo de precisión será el espacio del experto, una vez definidos los nuevos contornos del poder por el peso político de cada sector.
Así las cosas, el poder político estará por sobre el experto.
Sin embargo, ahí no se agota el tema del poder. Una cosa es el poder de jure, que emana de la ley, y otra el de facto, que descansa sobre la coerción. El poder de la Convención es de jure: el pueblo, titular del Poder Constituyente, delega el mismo en aquella, por medio de votación popular. Ello suena bien, mientras la violencia callejera no se haga, de facto, del poder de jure, como ya ha ocurrido antes.
En este orden de ideas, aún más importante que la conformación del poder al interior de la Convención, será quien lo ejerza fuera de ella: lo que ocurra en la calle mientras los constituyentes debaten en el salón. Si la turba prende fuego a la ciudad por los cuatro costados, los nuevos contornos del poder los dictará la calle, no la Convención. No espere que constituyente alguno se inmole por el derecho de propiedad en tales circunstancias: los patricios no suelen ser mártires. El miedo les habrá arrebatado el Poder Constituyente que el pueblo les delegó. Si reina la violencia, el poder de facto primará sobre el de jure.
En tal escenario, por decoro o hipocresía —la línea que los separa es tenue—, los constituyentes podrán seguir haciendo como que constituyen, así como el 15 de noviembre pasado el Congreso hacía como que deliberaba, mientras La Moneda hacía como que gobernaba, pero el verdadero poder, como entonces, se habrá desplazado a la plaza pública. Vale recordar aquí a Sánchez Agesta: “Titular del Poder Constituyente… no es quien quiere o se cree legitimado para serlo, sino más simplemente quien puede…”. El desafío es asegurar que la Convención pueda constituir.
Eso pasa por desterrar la violencia callejera, lo que viene a ser, qué duda cabe, otra lucha de poder. Aquí no hay que engañarse, porque los elementos extremos, que por lo visto cuentan incluso con algunas simpatías parlamentarias, siguen una máxima similar a la de Clausewitz. Para ellos, la violencia es simplemente la continuación de la política por otros medios.
En síntesis, solo el ejercicio de una autoridad fuerte para desterrar la violencia podrá blindar al poder de jure de la Convención: tarea del Gobierno. Solo las corrientes políticas que logren participación relevante en la Convención podrán definir los nuevos contornos del poder que están en juego: tarea de los políticos. Por último, solo el poder de las ideas permitirá conciliar, hasta donde se pueda, el nuevo mapa de poder con las condiciones necesarias para asegurar el progreso: tarea de los expertos.
De lo que se trata entonces es del poder. Pero como puede apreciarse, hay poderes más poderosos que otros. No hay que perderse.