A la hora de votar es necesario tener en cuenta un hecho elemental: estamos ante un plebiscito y no frente a un partido de ajedrez. No se trata de mover estratégicamente una pieza mientras uno imagina lo que hará el adversario, sino de responder con toda sinceridad a la pregunta: “¿Quiere usted una nueva Constitución?”.
Con todo, no cabe negar las consecuencias estratégicas del acto de hoy. Es verdad que el dato que más nos importa es qué opción será la ganadora, pero también puede ser muy relevante el resultado que obtenga la alternativa derrotada.
Un ejemplo de nuestra propia historia lo ilustra a la perfección. En el plebiscito de 1988 el “Sí” obtuvo un 44% de los votos. Este resultado influyó decisivamente sobre los acontecimientos posteriores, porque impulsó a la oposición de entonces a inclinarse por la moderación. Los ganadores sabían que no estaban en condiciones de pasar la aplanadora.
Imaginemos por un momento que el “Sí” hubiese conseguido apenas un 15% de los sufragios: ¿habríamos tenido una Concertación comandada por la Democracia Cristiana, el partido más moderado de la coalición, y dentro de ella, a Patricio Aylwin de candidato? Sus posturas eran claramente centristas, a diferencia del Gabriel Valdés de entonces, que tenía un discurso bastante radical y estuvo a punto de ser el elegido. En un escenario de este tipo, el protagonismo bien podría haberlo tenido una izquierda más bien dura, quizá conducida por el Ricardo Lagos de la época. En efecto, el socialismo de ese tiempo, lo mismo que su principal figura, eran muy distintos de aquel Lagos de talante maduro y equilibrado que llegó a La Moneda en el año 2000, que ya tenía claro que había pasado el momento de las posiciones duras y poco flexibles.
Este ejemplo histórico muestra que la política no siempre es un juego de suma cero, donde uno gana y el otro queda completamente derrotado. Hay escenarios en que unos pueden quedar felices y los otros al menos conformes. Si entendemos la política como una actividad que intenta conseguir el bien común y no como mera lucha por el poder, es posible comprender que también los derrotados influyen en los destinos del país. Es decir, que no han perdido su voto.
¿Significa lo anterior que se caerá el mundo si una de las opciones arrasa en la elección de hoy? No, pero el proceso que empieza mañana se hará más difícil, porque no contará con ese elemento que invita a la moderación.
Otro dato importante son los índices de participación. Se ha dicho muchas veces que ellos influirán en el grado de legitimidad que obtengan la nueva Constitución o sus reformas. Es verdad, pero también hay que tener presente que se trata de un acto realizado en condiciones muy excepcionales. Nos encontramos ante un plebiscito en pandemia y no podemos esperar de él resultados ni siquiera cercanos a lo normal. Si se evalúa en su contexto, no debiera afectar su legitimidad. No olvidemos, por ejemplo, que la participación ciudadana en el plebiscito de la Constitución de 1925 fue de apenas un 45,37% y los cuestionamientos posteriores que sufrió no procedían de allí, sino de una parte de la izquierda, que la consideraba una democracia burguesa.
Puede ser acertada o no la decisión de casi todas las fuerzas políticas de realizar el plebiscito en este momento, pero ya se tomó y, más allá de nuestra opinión al respecto, a partir de la noche de hoy debemos actuar con una sana mezcla de realismo político y buena fe. Resultaría absurdo que, cualquiera fuera el resultado, los votantes de la opción perdedora se taimaran y comenzaran a negar la legitimidad del proceso. Tampoco sería correcto que iniciaran una campaña del terror que le entregue un protagonismo desmedido a la izquierda radical y termine por ser una profecía autocumplida. Aquí vemos un nuevo caso de cómo los perdedores son importantes y que su comportamiento influirá decisivamente en nuestro futuro político. Ellos deben ser los primeros en mostrar una saludable serenidad y no debilitar aún más nuestra democracia.
No nos desorientemos. En el proceso de reforma o reelaboración de un nuevo texto constitucional, la división relevante no es entre gobierno y oposición. Esas categorías valen para las elecciones presidenciales, parlamentarias y municipales. Acá, en cambio, la tensión básica se dará entre la gente razonable —tanto del “Apruebo” como del “Rechazo”—y los espíritus poseídos por ánimos refundacionales.
Mi propia experiencia y la de muchas personas de derecha que han participado en diálogos con políticos y académicos de oposición es alentadora. Más allá del espectáculo de polarización que muestran las redes sociales (donde aproximadamente un 10% de los usuarios producen el 80% de la información) y la acritud del debate político, lo cierto es que en Chile hay mucha gente sensata. Con un buen número de ese tipo de personas y disposición a llegar a acuerdos por el bien del país, el proceso que viene, aunque delicado, tiene altas posibilidades de llegar a buen puerto. Y esto lo dice alguien que, como yo, no tiene dudas a la hora de votar por el “Rechazo” en el acto de hoy.