La pandemia ha hecho que el primer aniversario del 18 de octubre y el plebiscito de entrada al proceso constituyente vuelvan a ligarse en una semana que será políticamente cargada y decisiva para el futuro de nuestra convivencia.
La forma en que se instale el 18 de octubre pasado en la memoria colectiva será muy gravitante. En lo individual, cada cual recordará dónde estaba, qué hacía y cómo recibió la noticia de la destrucción de más de 27 estaciones de metro, saqueos de comercio, incendios y destrucción de monumentos, paraderos, iglesias, museos y hasta memoriales de derechos humanos.
Para algunos se trató del despertar de Chile, luego de un largo letargo de injusticia y opresión; para otros fue la manifestación casi carnavalesca de una juventud no dispuesta a respetar ninguna regla ni freno a sus impulsos. Para los terceros se trató de la oportunidad en que se desataron todas las violencias que por largo anidaban en barras bravas y poblaciones tomadas por la narco-cultura. Mientras unos tratan de hacer dominante la tesis de que se trata de una expresión colectiva en contra del modelo de desarrollo seguido por Chile desde la transición a la democracia, otros afirman que lo que causa el malestar no es el modelo de desarrollo seguido, sino su realización imperfecta; esto es el incumplimiento de la promesa de meritocracia propia del capitalismo liberal.
Existen tesis que perciben la fecha como el principio del fin de una era y otros que la ven como una escaramuza casi inevitable de una transformación individualista, liberal y consumista que seguirá su inevitable curso, pues no existe alternativa viable, salvo correcciones de protección social. Como sea, la violencia es siempre manifestación de fractura en la idea de pertenencia a una misma comunidad.
La diversidad de memorias y lecturas de lo ocurrido en aquel mes de octubre de 2019 seguirá su curso. Resultaría artificioso pretender que se disuelvan en una mirada siquiera relativamente común. Ese debate debe seguir vivo e intenso no solo entre intelectuales y políticos. No se trata de ensalzar aquella violencia, pero sí de entender, entre todos, sus causas. Lo grave no está en la confrontación de diagnósticos diversos, sino en la falta de diálogo y la forma descalificatoria en que muchas veces se enfrentan estas miradas. A las fracturas sociales se suman entonces fracturas culturales, cada una orgullosa y parapetada tras sus propias redes sociales, que reafirman y califican como moralmente inferiores y francamente intolerables a sus rivales. Una memoria colectiva fracturada, como lo han sido otros hechos de nuestra historia reciente, hará aún más difícil reconstruir la idea de comunidad.
El proceso constituyente, con sus dos procesos plebiscitarios y la probable elección de constituyentes, se estableció como la respuesta institucional a esa violencia y ha permitido, hasta ahora y con sus naturales limitaciones, abrir un camino distinto a ella para encauzar una salida que entusiasma a no pocos. No debemos olvidar que una parte del Frente Amplio y del Partido Comunista se restó a ese acuerdo, y si bien algunos siguen con discursos ambiguos acerca de si el proceso constituyente es o no un camino que veta la violencia y exige no desestabilizar los poderes constituidos, las bases del Frente Amplio parecen haberse embarcado entusiastas en el plebiscito de entrada.
Como respuesta institucional que fue, y sigue siendo, el proceso y el debate constituyente tienen el deber de mirar de frente y procurar entender y atender el 18 de octubre. Un camino de solución no puede desentenderse de aquello que lo provocó y que intenta remediar. La democracia puede tomar diversas formas, pero en su núcleo más esencial e irrenunciable es un reconocimiento de la existencia de problemas, de diferencias y de intereses contrapuestos que no elude, sino somete a la deliberación.
La democracia es, por definición, un camino alternativo al de la fuerza, pero exige más que una condena a ella. Exige disponerse a debatir colectivamente considerando las distintas lecturas y posturas como de igual dignidad.
Mientras la descalificación sea el tono del debate público, la violencia seguirá legitimada y nuestra democracia en riesgo. Quiero creer que los millones de personas que irán a votar la próxima semana buscan no solo imponer el triunfo de sus propias opciones, sino reafirmar un modo civilizado de resolver las diferencias.