La mejor noticia de la política chilena del último medio siglo ha sido la renovación socialista. ¿Quién podría imaginar que los mismos que en la Declaración de Chillán de 1967 reivindicaban la lucha armada, despreciaban la democracia burguesa y pretendían la eliminación de la propiedad privada de los medios de producción, iban a aceptar la democracia representativa y la economía de mercado? Fue doloroso para ellos pero, aunque pocos reconocieron su responsabilidad en la catástrofe chilena de la década de los setenta, se notaba que estaban arrepentidos de su pasado.
Sin embargo, la vida nos depara sorpresas. Las mismas figuras que a partir de 1990 eran un emblema de la moderación, hoy aparecen completamente desbocadas: promueven soluciones económicas de comprobada ineficacia; juegan a las acusaciones constitucionales; son renuentes a llevar a cabo un genuino diálogo político, y muestran una condescendencia increíble con la violencia.
Además, se disponen a participar en unas primarias presidenciales con el Partido Comunista, donde seguramente saldrán perdedores y deberán respetar el resultado, lo que puede implicar su apoyo a un candidato comunista. Tal como nadie sensato iría a primarias con unos fundamentalistas radicales, ¿qué sentido tiene participar en ellas con un partido que no ha mostrado el más mínimo pesar por los crímenes de Kim o que avala los delitos de Maduro? ¿Qué hacen unos socialistas democráticos en esa compañía?
Las explicaciones son variadas. La derecha dura dice que los socialistas siempre han sido los mismos, solo que con la caída del Muro y con la Concertación chilena se les abrió la posibilidad de gozar de las delicias del poder y, para conseguirlo y mantenerlo, estuvieron dispuestos a ponerse un terno que no les gustaba. Cambiadas las circunstancias, hoy se sacan la chaqueta y muestran que debajo tenían una polera llena de símbolos izquierdistas. Me niego a creerlo. Su proceso de renovación fue sincero, al menos en la mayoría de los casos.
Habrá que buscar otras explicaciones. La más obvia es el oportunismo. Ya que se acostumbraron a vivir de las arcas fiscales, hoy están dispuestos a cualquier cosa para recuperar sus privilegios. Podría ser verdad en algunos casos.
Otra posibilidad es que sufran del mal que afecta a casi toda la política chilena: la falta de valentía. Es tal el matonaje político e intelectual que ejercen el Partido Comunista y el Frente Amplio, que la izquierda democrática se ha quedado muda y ha asumido buena parte de sus categorías de análisis. Por eso sienten vergüenza por todo lo que se hizo en treinta años. Es una respuesta plausible: el comportamiento de ciertos dirigentes de la ex-Concertación calza con esa interpretación.
Sin negar que esos factores puedan estar presentes, prefiero buscar una explicación que no atribuya a causas morales —como la insinceridad, el maquiavelismo o la cobardía— el comportamiento actual de tantos integrantes de la izquierda democrática.
Sucede que el proceso de renovación socialista correspondió, básicamente, a un cúmulo de experiencias personales de muy distinto tipo. Algunos vivieron en Europa y se dieron cuenta de que la socialdemocracia había conseguido de manera pacífica y gradual las metas que ellos habían buscado con estridencia, improvisación y frecuente culto a la violencia. Otros socialistas pasaron parte de su exilio en los países de la Cortina de Hierro, y cuando uno ha podido ver esas ciudades grises y contaminadas, donde todo era mediocre salvo los privilegios de los jerarcas, resulta difícil querer eso para el propio país.
En ambos casos se trataba de experiencias existenciales, que normalmente no fueron acompañadas por una reflexión intelectual equivalente al enorme cambio que se había producido en su sensibilidad. Salvo excepciones, tampoco hubo una autocrítica que revelara la falta de talante democrático del proyecto de la UP; prefirieron conservarlo como un mito, aunque ya no pretendieran ponerlo en práctica. Todos lo sabíamos, de modo que ese izquierdismo de museo parecía inocuo mientras el protagonismo lo tuviera la generación que conocía todos esos implícitos. Por eso, mientras estuvieron en buena compañía (una DC sólida) y las cosas funcionaban bien, los socialistas mantuvieron un buen comportamiento.
Todo cambió con el auge de la izquierda radical en el último tiempo. Ella los sentó en el banquillo de los acusados y entonces no tuvieron razones de peso que oponer a esos jóvenes adversarios para quienes Allende ya no era simplemente una estatua. Es más, vieron con desesperación cómo, en pocos años, perdían a la juventud. Allí se hizo patente su debilidad intelectual y comprobamos con pesar que su casa estaba edificada sobre arena.
Ahora, cuando en Chile retorna la violencia y comienza un proceso muy difícil de deliberación política, podremos saber quiénes son en verdad los socialistas. Conoceremos si mantienen sus convicciones sobre la democracia representativa y la economía libre, o si, por las razones que sean, volverán a hacer suyas algunas tesis del socialismo que abrazaban hace cincuenta años. “A la vejez, viruelas”, dice la sabiduría popular para caracterizar esas veleidades involutivas que afectan a los humanos.