Qué pena que sean pocos, pero aun así hay restaurantes de calidad que frente a la adversidad son capaces de superarse a sí mismos. Y mientras otros apuestan por invertir en relaciones públicas (y contar un cuento) o por adosar playlists de Spotify al envío, otros —los que realmente valen para quien quiere comer bien— se preocupan hasta del más mínimo detalle en sus envíos. Porque si uno de los grandes problemas de hoy es la llamada “última milla”, en vez de dejar en otras manos la entrega, aquí lo coordina el restaurante. Y si el envío es generoso —lo que en otros casos termina llegando en un montón de bolsas desguañangadas—, en este caso todo viene ordenado dentro de una caja de cartón. Y, para evitar el problema del emplatado final, gran parte de la comida llega en pocillos de greda, listos para la mesa. Los que, además, vienen envueltos y sellados en plástico. No con las tres vueltas del rollo de filme del supermercado, sino realmente sellados.
La verdad es que en este casi medio año de deliveries, esta ha sido la mejor experiencia en su totalidad.
Para empezar, entre otros abridores de apetito, dos quiches. La masa de hoja fresca, tibia casi caliente, una de puerros y otra lorraine, de queso y tocino. A $4.000 cada una, las que acompañadas con alguna ensaladita verde calificarían perfecto para almuerzo.
Luego, los platos de fondo. Aquel rústico guiso de porotos con su trozo de salchicha rústica y su pedazo de pato, el cassoulet ($9.500), que si hay que trabajar después, mejor aplazarlo. Luego, una dupla ganadora: carne mechada en tiritas muy blanda flanqueada de ese acompañamiento/plato que es el aligot, un puré de papas mezclado con queso tomme ($10.000). Una guarnición con tanta personalidad que, con su textura ligeramente chiclosa/maravillosa, es mucho más que secundaria en el plato que aparece. Y para explorar con algo menos típico, un arroz creole del mar ($10.000). A primera vista, uno de esos platos que se ven algo fomes, por lo parejo, pero cada cucharada con pimentón —presente, pero no en exceso— y trocitos de pulpo blandísimo, avanzan hasta dejar el plato vacío.
Para terminar, una cajita con seis, sí, seis, pastelitos cuadrados de hojaldre rellenos de crema pastelera ($4.000). Ligerísimos, prácticamente como recién nacidos.
Tienen tártaro, médula de res, bouef bourguinon y confit de pato. Así, obviamente salta la pregunta: ¿Para qué andar saliendo?
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